Macaneo.
“Nosotros, que vivimos en el país de
los macaneadores, es decir, de los confusos, los confundidos y los
confusonarios, conocemos ese mal: es el que puede traer la perdición del país.
El macaneo es una palabra argentina y es también una industria nacional, quizás
la más floreciente que tenemos: dudo que haya en el mundo, sin exceptuar el
Uruguay, país más productor de macaneo y más confusionado actualmente que el
nuestro. Cuando la confusión se extiende a la cosa religiosa, ese fenómeno es
fatal”.
P. Castellani, Domingueras prédicas II, Pág. 231.
Un poco a la
manera de aquellos procesos naturales llamados «de sustitución sucesiva», en
que una sustancia suplanta a otra conservando sus accidentes (un ejemplo de
esto es la fosilización) y que de un modo absoluto y único, sobrenatural por su
causa y por su efecto, se da en la Eucaristía, así debía llegar un momento para
la iglesia infiltrada, para la iglesia clandestina promovida en rauda
sustitución de la Católica, en que aquélla diera al traste con las formas para
aparecer al fin en toda su desnudez, sin subterfugios, con su rey desnudo
proclamando la inminencia de su «iglesia pobre para los pobres». Nescis quia tu es miser et miserabilis et pauper et caecus et nudus. Serían los tiempos del papa peronista, última e
insospechada encarnación del princeps tal como lo concibiera
la funesta contra-tradición política que nos viene de Marsilio de Padua y
Maquiavelo, elevado esta vez al gobierno eclesiástico. Algo así, muy a su
manera, como la simbiosis de las dos espadas: un pontífice, si tanto, que asume
las mañas de los tiranuelos de republiqueta, haciendo tabla rasa de la constitución
divina y las prerrogativas de la Iglesia y barriendo la casa con escoba de
acero, al par que infligiendo papocesárea injerencia en la política de los
Estados, trátese de las campañas electorales o los convenios por el cambio
climático. Es la sorprendente proyección universal de un tipo humano criado en
el caldo de la sociedad porteña del siglo XX en el período en el que confluía
la primera generación de hijos de inmigrantes transmarinos ávidos de
"hacer la América" con la migración interna de los "cabecitas
negras", ese confuso entrevero humano listo para elevar a líderes con
agudo sentido de la oportunidad y desordenado amor propio.
De acá, de este cambalache social no muy apto
para el ocio meditativo y para la alta filosofía, un joven Bergoglio habrá
hecho carne aquel axioma de Juan Domingo que reza que «la única verdad es la
realidad», y que pese a su imprecisión pudiera interpretarse en clave
realista si la metafísica peronista no se caracterizara por suplir la categoría
de sustancia por la de conveniencia. Ese rabioso pragmatismo (que supone un
anti-intelectualismo, un escepticismo inconmovible, y que impregna desde la
base toda la aprehensión de la realidad de un sujeto así conformado) es el que
se manifiesta en un Francisco dispuesto -según propia confesión- a encerrar a
los teólogos en una isla con tal de que lo dejen avanzar en la síntesis
ecuménica con los protestantes; el que truena contra los «especialistas del
Logos» y el mismo que declara por escrito, para rubor del fondo blanco de la página,
que «no hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse
siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que
expresen un contenido absolutamente invariable». Lo suyo, su «evangelio»
que corrige al de Nuestro Señor, es el de los vendedores de seguros que siempre
esbozan una sonrisa para ofrecer un accesible lenitivo a las ásperas contiendas
sublunares. Humano, demasiado humano (como el pecado consentido, la ofuscación
de la conciencia y la impostura entronizada), a Francisco le importa ante todo
«escuchar los latidos de este tiempo y percibir el “olor” de los hombres de
hoy»: nada de proclamar la Verdad y condenar el error; nada de señalar
a «los hombres de hoy» lo que la Iglesia debe enseñar a los hombres de siempre.
Porque -según lo testimonia con inobjetable rigor documental el libro que
tratamos- para Francisco poco importa la religión que se profese cuanto nuestra
«humanidad común» con budistas, animistas y ateos.