La opinión de Kéraly…
«Porque la risa es lo propio del hombre» (el signo
mismo, según Rabelais, de cierta salud física y moral del individuo), sería muy
necio despreciar sus recursos cuando la petulancia y la vileza reinantes no
cesan de multiplicar las ocasiones de reír.
Henri Bergson ha aportado al respecto las conclusiones más convincentes
de toda su filosofía (en La risa, Ensayo sobre el significado de lo cómico,
P.U.F.): como constituye el arma sutil y terriblemente eficaz de una sociedad
que se esfuerza por advertir a algunos de sus miembros contra su peligrosa
“inatención a la vida”, la risa nos resulta tan vital como la palabra misma. En
un ámbito donde el discurso resultaría vano y la justicia de los tribunales
quizá excesiva, la risa expresa el juicio inmediato y unánime del grupo frente
a quien amenaza, o está a punto de amenazar, sus reglas comunes más
fundamentales, sus usos y costumbres más razonablemente establecidos. «Todo lo
que es exagerado carece de importancia», dijo Talleyrand…
Más sutil aún es la ironía, que el espíritu francés —por no decir
voltairiano— gusta tanto de emplear contra lo ridículo y lo grandilocuente, y
mediante la cual se expresa exactamente lo contrario de lo que se quiere dar a
entender, sin que por ello resulte ambigüedad alguna. El artificio consiste, en
efecto, simplemente en llevar el pensamiento adverso hasta el punto en que, al
revelarse su ridiculez, se condena a perder por sí solo toda audiencia ante los
demás.
Es cierto que la carcajada o la agudeza no reemplazan al discurso
mediante el cual se refutan punto por punto las posturas consideradas
aberrantes. Pero una ironía bien dosificada puede preparar dicho discurso, a
veces incluso animarlo con acierto, o resumirlo en una frase que deja huella.
En presencia del enemigo, antes de entablar la acción, puede ser útil tomarse
un momento para ajustar alguna disposición estratégica; pero en plena batalla,
entonces la táctica prima sobre la estrategia —y se hace fuego con todo lo que
se tiene, pese a los teóricos del Estado Mayor…
¿Acaso no es también doble la función del escritor
católico, y especialmente del cronista o periodista? Frente a quienes propagan
en la Iglesia y en el pueblo de Dios la exageración, la falsificación o la
herejía sistemática, ¿no debe esforzarse en mostrar mediante la burla y el
sarcasmo, tanto como con la razón, el ridículo (trágico) de estas marionetas de
la Muerte? Giacomo
Biffi, autor por lo demás muy serio de varios volúmenes teológicos, no ha
temido arriesgarse. Su Quinto Evangelio, antítesis radical de los cuatro
evangelios canónicos, sin duda podrá escandalizar profundamente a ciertos
lectores… Pero, ¿acaso no es el deber de
defender la verdad una forma justa de violencia?
Ya es más que tiempo de inquietar a su vez a los
tranquilos y satisfechos heraldos del progresismo integral. «Aquellos por
quienes viene el (mayor) escándalo», quienes no vacilaron ni un instante en
perturbar con sus mentiras la fe de los pequeños, merecen recibir por fin unas
gotas del más corrosivo vitriolo. Si se trata aquí de exorcizar, si no a los doctrinarios de la muerte de
Dios, al menos a la innumerable multitud de sus víctimas, ¿quién se
sorprendería del empleo de un arma cuya virtud saludable es precisamente
revelar ante todos la impostura manifiesta, la formidable impiedad del clero
modernista en funciones?
Ya no se trata solamente de convencer del error a algunos teólogos
desviados (y, además, ciegos, sordos y mudos cuando se trata de dialogar con sus
iguales), sino de desilusionar a un público demasiado crédulo; de llevarlo a
rechazar el «encanto» de su delirio verbal y pretendidamente humanitario.
Porque, más aún que la multiplicación
del error (los malos pastores siempre han existido), es la no resistencia al error dentro del
pueblo de Dios lo que permite que la herejía del siglo XX se propague con
semejante amplitud.
El artificio absolutamente ingenioso introducido por Giacomo Biffi en los dogmas del modernismo clerical consiste precisamente en revestirlos con la forma y el estilo literarios más aptos para hacer evidente su impostura: los del relato evangélico mismo. Ironía maliciosa, pero perfectamente saludable, ya que logra denunciar —sin necesidad de argumentación discursiva— la inversión exacta de la Verdad; de tal modo que ya no es posible dudar de la inspiración demoníaca, en el sentido propio del término, que anima consciente o inconscientemente a estos miserables autores…
Porque ¿cómo calificar si no esa pretensión de hacer abdicar a Dios y a
su Iglesia en nombre de los Derechos absolutos de la Humanidad, ahora liberada
de toda filiación divina, habiéndose convertido en su propio centro y fin?
¿Y cómo resistir nosotros mismos a la tentación de reproducir aquí
algunas de las más afiladas flechas de este teólogo italiano a quien parece
haber poseído por un instante —para buena causa— el espíritu de Voltaire?
Nuestro único pesar será no poder citarlas todas, tal ha sido la deliciosa
riqueza sarcástica de los comentarios de este Quinto Evangelio:
·
Fragmento 10
(antítesis de Mt. 12, 30; Mc. 9, 40): «Quien no está con nosotros está contra
nosotros».
·
Fragmento 11
(ant. de Mt. 11, 25): «Te doy gracias, oh Padre, porque has querido revelar los
misterios del Reino a los doctos y sabios, que así podrán explicárselos a los
simples».
·
Fragmento 12
(ant. de Mt. 5, 27-28): «Os fue dicho: Quien mira a una mujer con codicia ya
cometió adulterio con ella en su corazón. Pero ahora os digo: No hay que
exagerar. La mujer fue hecha para el hombre y el hombre para Dios. La única
condición es que todo se haga por amor».
·
Fragmento 20
(ant. de Mt. 18, 12-13): «El Reino de los Cielos es semejante a un pastor que
tenía cien ovejas y que, habiendo perdido noventa y nueve, reprocha a la última
su falta de iniciativa, la echa fuera, y, habiendo cerrado su redil, se va a la
posada a hablar de pastoral».
·
Fragmento 21
(ant. de Mt. 16, 26): «¿De qué le sirve al hombre salvar su alma si después no
logra conquistar el mundo?»
·
Fragmento 22
(ant. de Jn. 15, 18-19): «Si el mundo os odia, es señal de que no lo
comprendéis. Conformaos al mundo y el mundo os salvará».
·
Fragmento 28
(ant. de Lc. 22, 32): «He rogado por ti, Simón, para que tu fe, confirmada por
la opinión de la multitud, no desfallezca nunca, y para que seas sostenido por
el afectuoso murmullo de tus hermanos».
·
Fragmento 29
(ant. de Lc. 22, 19): «Este es el cuerpo entregado por vosotros: haced esto
para recordar vuestra mutua comunión».
·
Fragmento 30
(ant. de Mt. 28, 19): «Id por todo el mundo y dialogad: de la libre
confrontación de opiniones brotará la verdad».
«No se les puede tomar en serio», decía un cronista contemporáneo de los
ideólogos revolucionarios, «pero uno se ve forzado a tomarlos en serio». ¿No
nos encontramos también nosotros, con nuestros clérigos modernistas, su infatuación,
su inflación y su fanfarronería, en el terreno del episodio “tragicómico”? Sin
duda, y por eso es bueno, además de desconfiar siempre de ellos, reírse a veces
de ellos.
— H. Kéraly
… y la de Morvan:
La edición italiana de este pequeño libro apareció en 1970 con imprimatur
del obispo de Brescia, y fue traducida por el P. de Saint-Aupre. El Sr. Jacques
Vier, quien escribe el prólogo de la edición francesa, plantea el problema de la
ironía en materia religiosa y se interroga sobre la posibilidad de un
“Voltaire católico” en el contexto de las actuales necesidades.
De los métodos tan apreciados por Voltaire, G. Biffi toma ante todo el
procedimiento de la ficción burlona a la que nadie puede dar crédito: un
industrial milanés, rústico y advenedizo, llamado Migliavacca, descubre durante
un viaje a Tierra Santa —como se descubrieron los célebres “Manuscritos del Mar
Muerto”— un quinto evangelio perfectamente adaptado para confirmar las
ideas modernas que se han propagado en la Iglesia postconciliar.
He aquí uno de esos textos:
«El Reino de los Cielos es semejante a un pastor que tenía cien ovejas y
que, habiendo perdido noventa y nueve, reprocha a la última su falta de
iniciativa, la echa fuera y, habiendo cerrado su redil, se va a la posada a
hablar de pastoral».
Este pasaje se presenta en forma sinóptica junto a la parábola de las
cien ovejas del Evangelio según san Mateo. Se advierte así el método, en
realidad muy riguroso, que conduce a esta invención aparentemente irreverente: tomar
lo que hoy se nos presenta como el “espíritu mismo del Evangelio” y luego
imaginar cómo serían realmente los textos de enseñanzas y parábolas si hubieran
de sugerir semejante doctrina. Es un poco el procedimiento pascaliano del “reverso
del argumento”, del “renversement du pour au contre”: para reaccionar
frente a una degradación progresiva, frente a una deformación primero
imperceptible, se confrontan el punto de partida y el punto de llegada.
Más allá de la polémica contra los errores modernistas, este método nos
permite medir hasta qué punto nuestro pensamiento es, de forma general,
propenso a desgastarse por sí mismo, a pulirse al punto de perder su
filo y su eficacia, como un engranaje sin tracción o como una máquina excesivamente
aceitada.
En otros pasajes, encontramos pastiche en el espíritu y estilo
auténtico del Evangelio, como el n.º 18:
«El Reino de Dios es semejante a un flautista…».
Aquí no hay comparación sinóptica, y el seudocomentador —que
desarrolla en cada caso con satisfacción beata las tesis modernistas— se
declara turbado y acaba suponiendo que el texto es una interpolación abusiva,
ya que la verdad le resulta discordante de forma desagradable. Es una ironía
en segunda potencia; y el autor presta a su glosador, con generosidad, el jerga
socio-teológica de moda, al punto de demostrar que lo que llamamos el
“hexagonal” (el estilo eclesiástico francés) se ha convertido en un lenguaje
verdaderamente internacional, por no decir ecuménico.
¿Ciertos lectores se sentirán incómodos ante esta hábil y sutil
composición literaria? Pero también podemos encontrar en ella una prueba de que
el estilo del Evangelio sólo puede ser pasticheado en la medida en que ese
pastiche revela o restituye la intención evangélica; y más generalmente
aún, que la ironía sólo vale por un fondo de seriedad y de buena fe ardiente,
por un constante anhelo de la verdad, bajo la aparente fantasía de los
medios de expresión: una libertad muy relativa, constantemente dominada
por el sentido del deber intelectual y espiritual.
— J.-B. Morvan
Revista Itineráires, n°157
: novembre 1971.