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Mons. de Langalerie, obispo de Belley [34]. [Œ.C., t. 19, p. 271.]
París,
26 de febrero de 1858.
Monseñor:
He leído con tanto respeto como
pesar la carta que me habéis hecho el honor de escribirme. Bajo su forma
benevolente, condena el trabajo de toda mi vida, y presenta contra mí la
acusación más grave que pueda articularse contra un cristiano, la de faltar a
la caridad.
No diría lo que pienso si no
añadiese que los textos citados por Vuestra Señoría, tomados al pie de la
letra, condenan toda polémica contra el vicio y contra el error. Si la
paciencia y la benignidad de la caridad, si el amor a los enemigos nos imponen
la obligación de no decir nada a los malos y a los errados que pueda irritar su
orgullo, las mismas razones nos prohíben iluminar a aquellos que ellos seducen;
a lo que sólo podemos llegar haciendo evidentes su embustera malicia y su
incapacidad.
Por mi parte, siempre he creído que defendería
eficazmente la verdad arruinando el crédito de los necios y de los hipócritas que
la atacan y que sacan mucha influencia de su reputación usurpada. Busco volver contra ellos la fuerza del
ridículo, del que ellos han hecho uso contra nosotros. Con ello me atraigo su odio, pero disminuyo su fuerza; les hago incluso
un servicio, intimidándolos. Es el ejemplo de los Padres de la Iglesia. El dulce san Francisco de Sales, que
empleaba la miel con los seducidos, vertía el vinagre sobre los seductores.
«Hay que gritar al lobo» —decía—; «hay que desacreditarlos cuanto se pueda».
San Bernardo no faltó a la caridad con Abelardo y Arnoldo de Brescia. Sin
embargo, los trató como yo no he tratado jamás a nadie.
Se dice de buen grado que el odio
se transparenta en todo lo que escribo. Yo nunca lo he creído, porque nunca he
sentido el odio en mi corazón. Si encontrara en él ese mal sentimiento,
renunciaría inmediatamente a combates que ya no libraría como cristiano. No he
consagrado mi vida a los insultos y a las contradicciones para perder mi alma.
Creo además tener el derecho, e
incluso el deber, de defenderme cuando soy atacado en mi honor personal, tan
gratuitamente y tan groseramente como lo hacen ciertos escritores, incluso
católicos, y como lo ha hecho, en otro campo, aquel hacia quien Vuestra Señoría
me recomienda la caridad. Mis burlas, harto permitidas, sobre su anonimato, no
autorizaban ciertamente ese desbordamiento, además aconsejado por un
eclesiástico que conozco, y que L’Ami
de la Religion ha reproducido deformando con imparcialidad y
caridad mis respuestas.
Me sería muy fácil vivir en buena
armonía con todos los incrédulos: no tendría más que hacerles cumplidos; decir
—contra mi conciencia— que tienen talento y que son de buena fe. Me devolverían
cortesías y atacarían a la Iglesia con un redoblado atrevimiento. Pero ¡líbreme el Cielo de buscar mi ventaja a
expensas de la verdad, o de defenderla de tal suerte que no sea yo ultrajado
con ella!
Además, Monseñor, esta polémica
estaba terminada cuando os tomasteis la molestia de escribirla. Mi adversario,
reconociendo su falta, me había pedido la paz, y yo se la había concedido. Se
había, como Vuestra Señoría ha podido ver, propuesto volver a poner sobre el
tapete todo el desagradable asunto del mandamiento de Mons. Sibour y de la
condenación pronunciada por él contra L’Univers,
en términos que no son precisamente modelos de suavidad. Yo he evitado ese
escándalo.
Tengo necesidad de decir a
Vuestra Señoría que no me he equivocado sobre el sentimiento que la ha animado.
Creo profundamente que ha querido, como se digna decirlo, darme una muestra de su
afecto. Es un gran consuelo en el pesar que he sentido; y este pesar hará,
tengo confianza en ello, que excuse mi sinceridad.
Tengo el honor de ser, con los
sentimientos del más profundo respeto, etc.
Louis Veuillot.
