El Tanguista
A don Juan A. Carrizo, fijodalgo
Apenas hubo el rubicundo Apolo falseado
dulcemente las puertas y ventanas del Universo y entrado en él sin saberse por
dónde, cuando sacaron al señor Gobernador Sancho I de la iglesia, lo llevaron a
la silla del juzgado y lo sentaron en ella para presentarle a juicio el primer
criminal del día. Era éste un individuo joven, bien parecido, morocho, de ojos
grandes y tiernos arrasados en lágrimas, que venía armado de facón, revólver,
bolas, lazo, trabuco, guitarra, acordeón y organito titirimundi y vestido de
poncho, galerita y botines de tacón alto, que no hacía otra cosa sino lanzar
profundos suspiros y retorcerse desesperadamente las manos. Lo cual visto, el
nuevo Gobernador movido a compasión lo interrogó diciendo:
SANCHO.- ¿Qué hay, buen hombre?
EL HOMBRE
Se me fugó la percanta.
SANCHO.- (Al DOCTOR PEDRO
RECIO.) ¿Qué es eso?
PEDRO RECIO.- La novia, digamos.
SANCHO.- ¿Nada más?
EL HOMBRE
Se me murió mi madrecita buena.
SANCHO.- Lo siento, señor. Reciba mis
sentidas condolencias.
EL HOMBRE
¡Qué solo, madrecita, me siento en este mundo,
mi vida lentamente se hunde en el dolor,
las noches son muy largas y el frío despiadado
va helando poco a poco mi pobre corazón!
SANCHO.- (A PEDRO RECIO.)
¿Habrá comido hoy este pobre hombre?
PEDRO RECIO.- ¿Éste? Tiene cuenta
corriente en el Banco Nación.
EL HOMBRE
(Quebrándose y contoneándose.)
No manyás ni pal laburo,
la patinás indecente
porque esiste tanta gente
que no tiene corazón…
en mis noches lugubriosas
la tristeza, la tristeza se me abruma,
nadie sabe lo que sufre y se abatata
este pobre corazón sentimental.
SANCHO.- Es triste. Pero yo no veo qué
crimen hay en todo eso.
PEDRO RECIO.- Espere Su Excelencia.
EL HOMBRE
(Poniendo facha bruta.)
Bajo el dolor de esa profunda llaga
con que la infiel ha muerto mi esperanza
y sin más ley que la ley de la daga
que ha de apagar mi sed de venganza.
Miré al rival, que era mi propio hermano
y ante la luz del desengaño impío
¡no pude más! y en un mortal desafío
mostré al varón
desnudo ya el facón.
SANCHO.- (Alarmado.)
¡Jesucristo! ¿Quién le ha dado permiso de armas a este loco de atar?
EL HOMBRE
(Trágico.)
Y sin más juez que mi honor
después de un pujante duelo
dejé tendido en el suelo
mi propio hermano traidor.
SANCHO.- (Serio.) ¿Ah, sí?
Tómenle los datos.
ALGUACIL.- Su nombre y domicilio, amigo.
EL HOMBRE
(Lamentoso.)
Mi nombre ya no es un nombre,
mi vida ya no es ni vida,
sólo un trago de bebida
sostiene mi corazón.
ALGUACIL.- (Seco.) ¿Quién es
usté, señor?
EL HOMBRE
(Ufano.)
Yo soy el alma que canta
el amor de su percanta,
soy la sangre del suburbio
cual los versos de Iván Diez,
soy la daga y el talero
y el bacán de más valía
y del gran pueblo argentino
soy el mismo corazón.
SANCHO.- (Pensativo.) ¡Corazón
otra vez! Este hombre es puro corazón.
PEDRO RECIO.- Sí. Y desciende de hombres
de hierro que llevaban coraza.
EL HOMBRE
(Doliente.)
Chirusita que pecaste
pero culpa no tuviste,
¿por qué tu alma está tan triste
como un canto, como un canto de emoción?
¿Por qué mojás la cabeza
del gurí que te dejaron
si Dios mismo te perdona
porque sabe que has tenido corazón?
SANCHO.- ¿Qué es eso ahora?
PEDRO RECIO.- La hermanita de él, una tal
Evarista Carriego.
SANCHO.- ¡Jesucristo! A este tipo le han
venido todas las desgracias juntas.
EL HOMBRE
(Apasionado.)
China, sos un terremoto,
china, sos un coletivo,
china, sos un chorro vivo
de ternura y de ilusión.
Yo te imploro que me quieras,
yo te imploro que me ames,
yo te imploro que me llames
si es que tienes corazón.
SANCHO.- ¿Qué le pasa ahora que se pone de
hinojos y revuelve los ojos? (¡Maldición! Hasta yo estoy hablando en verso).
EL HOMBRE
(Quejumbroso.)
Yo fui capaz de darme entero y es por eso
que me encuentro hecho pedazos
y me encuentro abandonao
porque me di, sin ver a quién me daba,
y hoy tengo como premio que estar arrodillao.
SANCHO.- (Aparte, al DOCTOR.)
¿Es alferecía, Doctor? Vea usté cómo se tira al suelo.
EL HOMBRE
(Innominable.)
Yo no puedo alejar de mi mente
tu recuerdo de reina suntuosa
ni el amor que me brinda a torrentes
el calor de tu cuerpo de diosa.
Es por él que yo vivo sin calma
y navego en un mar de opsesión
porque llevo clavado en el alma
el puñal de tu negra traición.
SANCHO.- Está bien, señor. Cálmese. A
todos nos ha pasado algo de eso; pero no veo motivo para andarlo publicando.
EL HOMBRE
(Terrible y sarcástico.)
¡Gata! con un arañazo
pagás mi amor inconciente,
vos no pagás ni el balazo
que un hombre decente
te acaba de dar.
Y hoy, cuando el llanto te ahoga
no es que estés arrepentida,
es el pensar que la herida
tu cuerpo de loca
te puede estropiar.
SANCHO.- Pero ¡qué demonios hace este
hombre! Oiga, Doctor, ¿qué pasa? ¿No ve usté cómo se retuerce?
PEDRO RECIO.- A wooing, señor.
SANCHO.- ¿Cómo?
PEDRO RECIO.- The native is a-wooing, sir.
SANCHO.- ¿Qué es eso?
PEDRO RECIO.- No se puede decir en
castellano, Excelencia. No conviene.
SANCHO.- ¡Cuerpo de mi padre! ¿No me dirán
de una vez ¡quién es! este infeliz descabalado?
PEDRO RECIO.- Es el Hombre Encargado de
Hacer las Letras para Tango.
SANCHO.- ¡Acabáramos!
Levantose Su Excelencia Sancho I y Único tan
demudado y furioso como en la memorable ocasión en que expulsó de la Sala Foral
al labriego negociante de Miguel Turra; y requiriendo su bastón de nudos a
manera de cetro, decretó diciendo:
«En virtud de las reales atribuciones que me
confiere el pueblo, ordeno y mando que a este hombre mal hablado y peor cantado
se le corte la cabeza, o sea lo que está en lugar de ella; y que se le arranque
el corazón vivo por el siniestro costado, el cual corazón se entregue al Museo
de Historia Natural para hacer estudios científicos acerca de la hipertrofia
cardíaca».
Levantose del suelo al oír tan rigurosa
sentencia el hombre de los instrumentos, y sacando el facón amenazó al
Gobernador de este modo, meneándose cadenciosamente, y retorciéndose todo,
adentro del chiripá que le quedaba grande:
Piantáte de la cancha que hacés mala figura
con fouls y hands chingados te van a hacer
sonar,
te falta tenicismo, colgá los papirulos
de línesman hay puesto, si es que querés jugar.
El juego no es paotarios, tenélo por consejo;
hay que saber cortarse y ser buen shuteador
en el arco que cuida la dama de tus sueños
mi shut de enamorado acaba de hacer gol…
Pero antes que la cosa pudiese llegar a extremos
deplorables -porque el Gobernador no era maula y había empuñado tranquilamente
el bastón en forma poco amable- adelantose el mayordomo entre los dos
contendientes y alzando al cielo los brazos exclamó diciendo:
-¡Paso! Es un error. Señor Gobernador, Usía no
puede sentenciar eso.
-¿Por qué?
-Porque se alzará en armas todo el pueblo de la
Ínsula.
-¿Cómo es eso?
-Este hombre es el alimento espiritual de la
vida emocional de nuestro pueblo; y le hace más falta que el buen pan.
-No entiendo ni medio.
-Señor Gobernador, este hombre usa andar por las
plazas públicas de nuestra gloriosa Ínsula cantando esas tonadas que Vusarcé ha
oído, y otras símiles; y las gentes usan agruparse en su torno en grandes
concursos y en enormes masas, oyéndole horas y horas con la boca abierta.
-Pero ¡cómo! ¿Por ventura mis súbditos no son…?
¿cómo es que le dicen?… ¿alfareros?
-Alfabetos, Excelencia.
-¡Eso es lo que digo, alfareros, que saben leer!
-Son eso que dice Usía, efectivamente.
-¿Y entonces?
-Pues por eso mismo. Leen diarios.
-¿Cómo puede ser eso, doctor Pedro Recio? A mí
me parece contradictorio.
-Es un misterio, Gobernador. Pero el hecho
patente es que antes, cuando las gentes no eran todavía alfabetas
no escuchaban tangos por radio, sino que cantaban ellas mismas coplas,
relaciones, glosas, décimas y romances, de ésos que está recogiendo por el
Norte insuleño el fijodalgo don Juan Alfonso Carrizo. Eran coplas religiosas,
llenas de alta teología; o canciones psicológicas y morales, llenas de humilde
sabiduría; o cantares amorosos, llenos de finezas tan por lo alto, que hasta un
cura podía cantarlos, aplicándolos al amor de Dios; y había también, no hay
duda, coplas picarescas, pero hasta las mismas coplas lascivas eran
espirituales.
-¡Dígame una! -dijo Sancho con toda seriedad.
-¿Religiosa? -dijo el Doctor.
-No. Más bien de esas últimas.
Aproximose el Doctor al trono y le dijo unas
palabras. Riose Sancho plácidamente con toda la panza, y dijo:
-Es una porquería; pero tiene gracia, tiene.
-Lo que tiene gracia, no es nunca una porquería…
-dijo el Doctor.
-…del todo… -dijo el Capellán.
-Propter elegantiam sermonis -dijo el Alguacil.
Riose de nuevo Sancho al ver al buen Alguacil
echárselas de latino; y sosegado su ánimo, enarboló de nuevo el cetro y dijo:
«En virtud de la plenitud protestatoria y
judicial que me confiere mi designación de representante del pueblo soberano,
conmuto la sentencia de muerte de este desgraciado en sentencia de cárcel
perpetua, como malhechor público y corruptor del magín y la cordura de las
gentes».
Adelantose al oír esto el Maestresala y dijo:
-¡Alto! Ni usté ni nadie podrá hacer eso, señor
Gobernador.
-¿Por qué?
-No durará ni un mes en la cárcel. Tiene una
varita mágica que rompe cadenas, candados y muros como manteca.
-¿Cuál es?
-1000000 de escudos en el Banco Nación.
-Ganados, ¿cómo?
-Honradamente con sus honorarios, Gobernador.
-¿Gana éste honorarios mayores que yo?
-Mucho mayores, por supuesto, Gobernador.
-¿Es justo eso?
-Es justo, all right, de acuerdo a la ley de la
oferta y la demanda.
-¿Quiere usted decir que no hay jueces, ni
guardias, ni alcaides honestos en mi reino?
-Haylos, Gobernador. Pero hay también
negociantes. Y los que gobiernan por ahora son los negociantes, a los cuales
Usía representa.
Aquí fue donde Sancho pronunció la sentencia
famosa, que Cervantes, por yerro, pone en otro lugar: «¡Cuerpo de mi padre el
chivo! Por Dios y en mi conciencia que si me dura el gobierno -que no durará
según se me trasluce- que yo ponga en pretina a más de un negociante».
Después de lo cual pronunció, agitando el palo
con furor, la siguiente sentencia:
«En uso de mis atribuciones soberanas, y mirando
más la misericordia que la justicia, vengo a conmutar la sentencia anterior de
prisión perpetua contra el Hombre que Hace los Tangos en secuestro total de
todo su dinero, el cual se aplicará a hospitales, leproserías y escuelas de
mecánica, agricultura, minería y otras manualidades útiles, siempre que no sean
de leer, escribir ni cantar, porque de eso ya hay hasta de sobra».
-¡Jamás! -gritó el Capellán, adelantándose hacia
el trono-. Eso no lleva camino, Excelencia.
-¿Por qué?
-Porque si le quita el dinero a éste, en
justicia tendría que quitárselo también a todos los que amontonan plata sin
trabajo.
-¿Y qué mal hay en eso?
-Eso es muy peligroso, Excelencia. Niente
mudanza, niente mudanza.
-Peligroso, ¿para quién?
-Peligroso para la religión. Se producen grandes
disturbios sociales. Se quebranta el orden establecido. La gente se
pone furiosa, agarran a los curas, los ponen contra una pared, y los fusilan.
Sancho I se agarró la cabezota con las dos manos
y durante un paternóster consideró gravemente cuán difícil era el arte de hacer
justicia y cuán ardua la ciencia del gobierno. Después de lo cual, se volvió
lamentosamente hacia su Corte y dijo:
-¿Qué les parece a ustedes entonces si le
hiciésemos cortar la lengua a manos de verdugo?
-¡Dios nos libre! -gritó el jurisconsulto
Mayor-. Se opondría el Otro.
-¿Cuál otro? -dijo Sancho.
-El que limpia los bolsillos de las masas,
mientras están escuchándolo a Éste.
-¿Entonces existe un socio?
-No es socio propiamente, porque el Otro saca
diez escudos donde Éste toca uno.
-¿Y quién es ese Otro? -dijo Sancho I con voz de
trueno, alzando el bastón de roble.
Enmudeció el jurisconsulto y todos se miraron
azorados.
-Que se lo diga el Confesor.
-Cualquier día. No me toca a mí. Yo no puedo
meterme en política.
-¿Quién es, doctor Pedro Recio? -bramó Sancho
revoleando el poste.
-Señor, no se puede decir -respondió éste
temblando.
-¿No se puede?
-Está prohibido.
-¿Por qué?
-No conviene.
El bastón cayó sobre la mesa con el fil de un
relámpago y se hizo astillas en ella. Todos retrocedieron aterrados.
-Basta -dijo Sancho I-. Veo que tengo que
averiguar muchas cosas en mi reino. Quédese esto aquí por hoy. Pero entretanto
mando que se administre medicinalmente al acusado una tunda de cincuenta
azotes.
El reo dio un quejido de paloma.
El doctor Pedro Recio de Tirteafuera se adelantó
temblando al trono gobernadil y cayendo de hinojos suplicó de este modo:
-En nombre de la humanidad, de la higiene y de
la eugenesia ¿no ve Su Excelencia que eso y matarlo es todo uno?
-¿Por qué?
-No es apto ni para el trabajo corporal,
cuantimenos para el castigo corporal, con aquesas carnazas fofas, con esas
pechugas de paloma. Éste sirve solamente para cantar -y hacer- el amor. Por lo
menos, para cantar.
Sancho I el Único se dejó caer en su trono, y,
metiéndose un dedo en la nariz, pensó profundamente; y al verlo pensar
profundamente, pensaron profundamente a su vez todos los Cortesanos. Después de
lo cual levantose Sancho y dijo:
-Última resolución irrevocable. Ordeno y mando
que a este cuitado se le hagan leer compulsoriamente cincuenta páginas de El
Quijote y aínda más aprender de memoria cincuenta coplas de aquellas de don
Carrizo. Entonces el condenado se levantó de su asiento con un grito de
desespero terrible, y se arrojó a los pies del buen Sancho, propio como un
endemoniado.
-¡Perdón! -gritaba-. ¡Jamás! ¡Eso no! ¡Cualquier
cosa menos eso! ¡Más vale los cincuenta bastonazos! ¡Prefiero los cincuenta
bastonazos!
-Todo se andará, hijo mío -dijo Sancho I
alegremente-. ¡Aó, Alférez! ¡Llévenme a este sujeto a una poltrona y que lea
Cervantes en voz alta; y a cada yerro, tropiezo, trabuque, o tilde que no
emboque, le encaja usted una patada en el sitio que más le duela donde no haya
hueso, hasta acabar las cincuenta páginas!
Dicho lo cual, dio el Gobernador la señal de los
festejos, los cuales consistieron aquel día principalmente en una revisión del
Tratado de Versailles desde el punto de vista metafísico, social, religioso y
didáctico, acompañado de vuelos de reconocimiento y ligera actividad de
artillería en todos los frentes.