Se
ha dicho por alguien: «El buen humor constituye las nueve décimas del
Cristianismo». En sentido literal no es ésta la realidad, mas su valor radica
en la sutileza de la afirmación, ya que el sentido del humorismo ocupa un lugar
importante en la vida religiosa. El padre Benson no vacila en llamar al
humorismo de santa Teresa de Jesús «don divino». La sabiduría viene de arriba,
de lo alto, y es don del Espíritu Santo; el humorismo forma parte de la
sabiduría. El humorismo es la sal de la vida y en cierta medida es la sal de la
vida religiosa, preservándola del agotamiento. G. K. Chesterton dice de san
Francisco de Asís: “El sentido del humor es la sal de todas sus ocurrencias”.
La historia de todas las herejías es en gran parte la historia de la pérdida
de sentido del humorismo. Sus aberraciones y absurdos pueden difícilmente,
dejando aparte la obra del demonio, tomarse en cuenta de otro modo. «Ríe y
hazte fuerte», decía san Ignacio; y a uno de sus novicios de la Compañía:
«Siempre te veo sonreír y me alegro de ello».
Es
notable que una de las santas que mayor sentido común demostraron se distingue
por su espíritu alegre y por un agudo sentido del humorismo ¿Quién ha osado
rezar como rezó santa Teresa? «De devociones bobas nos libre Dios». A una de
sus monjas, bastante aficionada a servirse de citas clásicas, le deseaba se
viese libre de convertirse en una «latinista». Cuando le preguntó su opinión
acerca de un memorándum escrito por D. Francisco de Salcedo risueñamente
respondió que el autor no cesaba de repetir en aquellas páginas: «como dice san
Pablo», «como dice el Espíritu Santo», para lamentarse al final de no haber
dicho más que disparates y que por consiguiente, ella se sentía tentada «a
denunciarlo a la Inquisición». En uno de los numerosos viajes que efectuó para
las fundaciones, acompañada como siempre de varias monjas y de algunos
clérigos, se hizo alto durante la siesta a causa del gran calor. Colocados
todos al resguardo de un puente mantuvieron el buen humor narrando divertidas
historias. Era muy aficionada a enviar versos al Padre Gracián, con objeto de
hacerle reír. Inventaba motes, algunos de gran agudeza, para aquellos con
quienes tenía que tratar. El Nuncio era “Matusalén” los carmelitas calzados “los
gatos”» y los “búhos” y, desde luego, los descalzos eran las “águilas” y las “mariposas”.
Unas veces se denominaba a sí misma “pobre Angela” y otras “Lorenza”. En
ocasiones explicaba la razón de tan buen humor alegando la necesidad de que, para
la buena marcha de sus conventitos, cada una de las monjas mostrase su poquito
de humor correspondiente.
Hablando del
Cura de Ars, escribió René Bazin: «¡Qué gran sentido del humor poseía el
santo!». Y es cierto. El abate Toccanier le expresaba una vez su compasión por los
malos tratos y el ruido con que el demonio le atormentaba. «Tenemos que acostumbrarnos
a todo, incluso al diablo», respondió el Cura. «El «Grappin» y yo casi somos
buenos camaradas».
Cierto
día preguntó a una dama muy locuaz si había algún mes del año en que hablase un
poco menos, excluido febrero, naturalmente. Cuando un sacerdote le pidió
autorización para celebrar Misa en su parroquia, el santo repuso: «Padre, lo
único que lamento es que hoy no sea la fiesta de Navidad, en cuyo caso podría
celebrar tres».
—
« ¿Qué debo hacer para entrar en el Cielo?», le preguntó una dama excepcionalmente
corpulenta.
—
«Tres Cuaresmas, hija mía».
—
« ¡A mí nunca me han hecho esperar, ni siquiera en el Vaticano!» — le decía en
cierta ocasión una dama encopetada.
—
«Es posible, señora, pero aquí tendrá que esperar por vez primera».
Una
religiosa díjole un día:
—
«Padre, la gente cree que sois muy ignorante».
«Y,
con todo, siempre podré enseñar más de lo que vosotras sois capaces de aprender».
Aludiendo a
la crinolina, tan en boga en aquella época, solía decir:
— «El
emperador ha hecho muchas cosas útiles pero hay algo que ha descuidado: debería
haber ordenado ensanchar todas las puertas para permitir el paso a las
crinolinas».
Contemplando
en el salón de un castillo el retrato de una dama en traje de recepción, exclamó:
— «¡Podría
pensarse que ibá a subir a la guillotina!».
Con
referencia a san Felipe Neri, dice el cardenal Capacelatro: «Había en su carácter
un rasgo que los jóvenes nunca dejaron de admirar: en todo momento se mostraba
alegre y jovial». Al igual que todos los florentinos de su tiempo se hacía
notar por su vena de ocurrentes salidas:
—
Como poco — explicaba una vez más — porque no quiero ponerme tan grueso como
nuestro amigo Domenico Scarlatti.
Era
vegetariano y, paseando una tarde en compañía de varios amigos, declaró
mientras pasaba ante ellos el carro de un carnicero: «Gracias a Dios, puedo
pasarme sin ese relleno».
En más de un
pasaje escribe en favor del carácter alegre santo Tomás de Aquino, y san
Felipe Neri es bien sabido que fue uno de los santos más simpáticos y
humoristas.
Ya
hemos hecho observar, también, que san Francisco de Asís estaba dotado de una
dosis no pequeña de buen humor. Luego de haberse hospedado una temporada en la
casa de un cardenal los demonios le apalearon, y el santo afirmó que era el
castigo de haber alternado con un ejemplar de la clase cardenalicia.
Refiere
la leyenda que cuando solicitó una entrevista con el sultán de Egipto, con
objeto de convertirlo, se le tendió un lazo. El sultán ordenó extender un
tapiz cubierto de cruces sobre el piso de la tienda: «Si camina sobre el tapiz,
le acusaré de insultar a su Dios; si se niega a hacerlo, lo acusaré de
insultarme a mí». Francisco marchó con toda naturalidad sobre el tapiz, y al
verse acusado de impiedad repuso:
«¡Debéis
saber que nuestro Señor murió entre dos ladrones, que también pendían de
cruces. Nosotros los cristianos, poseemos la Cruz verdadera; pero las cruces
de los ladrones las dejamos para vosotros y, por lo tanto, no me siento
avergonzado de pisarlas».
Que
sea o no cierta la historia, en cualquier caso demuestra la reputación de san
Francisco como poseedor de gran agilidad de espíritu.
Hasta
en las cartas de san Jerónimo descubrimos alegría y humorismo. A una matrona,
cuyo abuelo era pagano y sacerdote de Júpiter, y cuya conversión deseaban todos
ardientemente, decía en una carta: «Estoy persuadido de que el mismo Júpiter
se hubiera convertido al cristianismo, de haber tenido parientes y familiares
parecidos a los suyos».
El
espíritu de jovialidad es una notable característica de los mártires ingleses
y sorprende comprobar en cuánto grado lo ponen de relieve las Actas del
martirio.
Eminente
sobre todos fue en este aspecto santo Tomás Moro, el cual eclipsa casi a los
demás. El sentido del humor no le abandonó ni siquiera en el momento de la
ejecución, «Ayúdame a subir — dijo al gobernador de la Torre de Londres —, que
para bajar no tendré necesidad de ninguno de vosotros».
El
venerable pasionista Padre Domingo que recibió al cardenal Newman en la
Iglesia Católica y que era en todos los aspectos hombre de gran mortificación,
se permitía utilizar a grande dosis el sentido del humor, como puede verse en
el gran número de ocurrencias graciosas registradas en su biografía. Cuando
una piadosa señora le consultó respecto a las visiones nocturnas que le
acaecían, la hizo sufrir un verdadero interrogatorio acerca de la calidad y de
la cantidad de vino que acostumbraba a beber en la cena.
En
una de las cartas de santa Magdalena Sofía hallamos esta fina observación:
«Nuestra Sociedad no se ha fundado para probar que las mujeres pueden
convertirse en hombres, si bien esto puede ser menos difícil en un país en que
como éste de Francia tantos hombres se convierten en mujeres».
San
Agustín, en una carta a Posidio, discute la conveniencia de que las mujeres
casadas se pinten el rostro y se muestra inclinado a condenarlo, como forma de
engaño; termina: «Estoy seguro que ni sus propios maridos necesitan ser
engañados de esa manera».
No
olvidemos tampoco a santa Juana Francisca de Chantal. Un joven, cuya prometida
había ingresado en el convento para hacerse religiosa; se presentó lleno de
ira para propinar a la santa una buena filípica en una violenta escena. Cuando
terminó la tempestuosa entrevista, santa Juana comentó: «Jamás he oído un panegírico
que me haya causado tanto placer».
Hasta
la autobiografía de santa Teresa de Lisieux está llena de delicado humor, y
tenemos fundados motivos para pensar que si Ana de Guigné hubiera vivido
algunos años más hubiera mostrado un temperamento parecido. Al perder el primer
diente recibió como regalo de compensación una preciosa muñeca, que su
hermanito Santiaguito tardó poco en romper. En el primer momento, Ana se sintió
muy irritada, mas luego, sobreponiéndose con un esfuerzo dijo a su profesora:
«Tanto mejor, así puedo hacer el sacrificio de Abraham».
Poco
tiempo después de su conversión, san Ignacio fue encarcelado por orden de la
Inquisición, y al ser examinado se le acusó de enseñar novedades: «Señor —
replicó —, nunca había pensado que fuese novedad hablar de Cristo a los
cristianos».
El
mismo humor juguetón fue característico en Francisco de Sales. Se quejaba un
religioso en su presencia de que el nuevo superior era todavía peor que el
antiguo: «En lugar de un caballo ahora tenemos un asno». «Pero — contestó el
santo —, ¿acaso Balaam no fue finalmente instruido por un asno?»
Reprendió
en cierta ocasión a un amigo que se había burlado de un jorobado:
—
Las obras de Dios son perfectas, alegó,
—
¿Cómo perfectas, si ese hombre es jorobado...?
—
Sí, pero puede ser un jorobado perfecto.
En
la conversación y hasta en el pulpito, gustaba de narrar historias divertidas.
Por ejemplo: «Una mujer, que siempre se obstinó en contradecir a su marido, cayó
en el río y se ahogó. Buscando el cadáver, el buen hombre remontaba el río en
lugar de ir hacia abajo. Cuando los circunstantes le hicieron notar que con
seguridad la corriente la habría arrastrado con ella, el marido se limitó a
responder: «¿Cómo se os ocurre pensar que, incluso muerta, pueda otra cosa que
contradecirme e ir contra la corriente?».
Cuando
lenguas malévolas se ocupaban de él, acostumbraba decir: «He sabido que mengano
y zutano me han estado «trasquilando la barba», pero me parece que está
creciendo de nuevo». Esta ocurrencia nos recuerda la de santo Tomás Moro, que
tuvo el buen humor de decir al verdugo, para proteger su barba del hacha: «De
cualquier modo que sea, mi barba no ha cometido traición».
Durante
la predicación cuaresmal de Annecy, uno de los misioneros se permitió acusar a
los ausentes. San Francisco de Sales, poco amigo de tal proceder, así como de
los sermones largos, preguntó luego: «¿Contra quién estaba hablando? Nos ha
reprochado una culpa que no habíamos cometido, puesto que estábamos presentes...
¿Deseaba que nos partiésemos en mil pedazos para ocupar los asientos vacíos?».
Este
buen humor y jovialidad de los santos es muy instructivo, porque nos recuerda
lo que tan propensos somos a olvidar, lo que muchas veces ni siquiera sospechamos,
es decir, que hay un gozo más real en la vida de un santo que en todas las
excitaciones mundanas. Todo lo que viene de Dios es alegre y la santidad
procede directamente de Dios; de hecho, éste es el único atributo divino que es
dado al hombre imitar.
En
los santos, la piedad se funde con el corazón alegre y ligero. Fulberto de
Chartres describe el espíritu monástico como una mezcla de «sencillez natural
y de alegría angélica», es decir, que los santos participan en algún grado de
la vivacidad de los ángeles. Se ha dicho de las personas piadosas, con algún
fondo de verdad, que por una que haga amable la piedad hay nueve que la hacen
repulsiva.
Lo
cierto es que los santos son siempre inmejorables agentes de publicidad en
favor de la religión. Apoyan y ponen de relieve el “lado luminoso” de la
devoción y predican la lección del servicio gozoso de Dios.
Inglaterra
fue la «alegre Inglaterra» en los siglos plenos de fe, y Chesterton sostiene
que el pueblo inglés no ha vuelto a reír cordialmente desde los tiempos de la
Edad Media. Se ha definido el humorismo como la «fuente de la conciliación y
de la felicidad que, sonriendo indulgente, contempla el mundo con mirada
benévola». Fue la unión de este don natural con el don sobrenatural de la fe la
causa del optimismo de los santos.
Aloysius
Roche, Los santos fueron humanos (A
bedside book of saints), Ediciones Paulinas, Bilbao, 1963.