Domingo
decimotercero después de Pentecostés
Padre
Leonardo Castellani
El
Evangelio de este Domingo relata la curación de diez leprosos, y se podría
llamar “el Evangelio de la Ingratitud”, tomando ese título de un gran sermón
de San Bernardo, el XLIII. Aparentemente no hay nada que comentar en él: el
Salvador o Salud-Dador —que esto significa Salvador— curó a los leprosos, uno
de ellos dio la vuelta a darle las gracias y el Salvador reprendió la
ingratitud de los otros nueve. El gran exegeta Maldonado dice: “el que quiera
interpretaciones alegóricas, que lea San Agustín, Teofilacto o San Bernardo, la
interpretación literal no tiene dificultad ninguna, es un relato simple, uno
de tantos entre los milagros que hizo Nuestro Señor... La gratitud y la
ingratitud todos saben lo que son: al Samaritano curado que volvió a agradecer,
Jesucristo le dijo: “Tu fe te ha sanado”, como lo hubiera dicho a los otros
nueve judíos si hubieran venido; porque fe aquí (pistís en griego) significa
simplemente confianza, fiarse de alguno, que es el significado primitivo de esa
palabra, dice Maldonado. Y ellos tuvieron confianza en Cristo que les dijo:
“Vayan a mostrarse a los sacerdotes”, que era lo que el Levítico, Capítulo XIV, mandaba a los leprosos ya curados;
ellos se pusieron en camino confiadamente: y en la mitad del camino se sintieron
sanos...
No
hay nada que comentar. No hay enseñanzas profundas... Listo.
En
cualquier trozo del Evangelio hay
una enseñanza profunda: sucede sin embargo que no la vemos: no somos capaces
de desentrañarla a veces.
Lástima
que Maldonado murió hace casi cuatro siglos: me gustaría hablar con él.
—¡Che,
andaluz! —le diría—. ¿No te parece que Cristo hizo aquí una andaluzada? ¿Te
parece tan sencillo lo que dijo Cristo? Dime un poco, gachó: los leprosos curados
¿fueron todos al sacerdote, recibieron su certificado que los restituía a la
vida social, y entonces el Samaritano volvió a dar gracias a Cristo, y los
demás se fueron a sus casas? ¿No es así?
—
¡No! De ninguna manera. El Evangelio no
dice eso...
—¡Qué
lástima! Porque si lo dijera tendrías razón tú: no habría nada que comentar:
menos trabajo para mí.
—El
Evangelio dice expresamente que
apenas se sintió curado, el Samaritano volvió grupas y vino a “magnificar a
Dios con grandes voces”; de los demás no dice dónde fueron; pero es más
probable que fueron a presentarse a los Sacerdotes, como la Ley se los
mandaba, y como a ellos les convenía tremendamente; porque has de saber que
—diría Maldonado con su gran erudición— por la ley de Moisés —y muy prudente
ley higiénicamente hablando— los leprosos eran separados (que es como todavía
se dice leproso en lengua alemana Aussaetzige), eran denominados impuros y
debían gritar esa palabra y agitar unas campanillas o castañetas cuando
alguien se les acercaba; no podían vivir en los pueblos, y solían juntarse en
grupitos para ayudarse unos a otros los pobres —cosas todas que se ven en este Evangelio—
y para ser liberados de estas imposiciones legales en caso de curarse —pues la
lepra es curable en sus primeros pasos, y además existe la falsa lepra— debían
ser reconocidos y testificados por los sacerdotes... De modo que es claro lo
que pasó: uno volvió a Cristo y los demás siguieron su camino adonde debían y
adonde además los había mandado el mismo Cristo..., me diría Maldonado.
—Por
lo tanto —habría de decirle yo— si es así, aquí Cristo estuvo un poco mal, pues
reprendió a los nueve judíos que no hacían sino lo que él les había dicho; y
los reprendió antes de saberse si iban a volver o no después, a darle las gracias.
Su conducta es bastante inexplicable. Parecería que pecó de apresurado en condenar
de ingratos a los nueve judíos; y de presuntuoso en pretender le diesen las
gracias a El antes de cumplir con la Ley. Los que estaban allí debieron de
haberse asombrado; y uno de ellos podía haberle dicho: “No te apresures,
Maestro, en reprender a los otros; al contrario, éste es el que parece merecer
reproche, porque ha obrado impulsivamente, irrefrenablemente…”
—Yo
soy un teólogo de gran fama, conocido en toda Europa, por lo menos en los
dominios de la Sacra Cesárea Real Majestad de nuestro Amo y Señor Carlos V de
Alemania y Primero de España; he enseñado en la Universidad de París, donde
desbordaban mis aulas de alumnos, y de donde tuve que salir por la malquerencia
y envidia de los profesores franceses, y retirarme a Bourges a componer mi Comentario a los Evangelios, que es lo
mejor que ha producido la ciencia de la Contrarreforma; y a mí se me ha
aparecido dos veces en sueños el Apóstol San Juan, como cuenta el Menologio de Varones Ilustres de
la Compañía de Jesús. Tú eres un pobre cura, que no se
sabe bien si pertenece al clero regular o irregular, de una nación ignorante y
chabacana, sin educación, sin tradición y sin solera. De modo que es mejor que
ni hablemos más, me figuro me diría Maldonado si estuviera vivo: que era
bastante vivo de genio.
Por
suerte está muerto. Si él ha visto en sueños al Apóstol San Juan, yo he visto
al demonio innumerables veces; y si él tiene el derecho de no asombrarse del Evangelio, yo tengo el derecho de
asombrarme todo cuanto puedo. No es exacto que Jesucristo es profundo, como dije arriba, me equivoqué.
Platón es profundo, San Agustín es profundo; Jesucristo no dice nada más que lo
que dice el seminarista Sánchez o el peor profesor de Teología; pero lo que
dice es infinito, y hasta el fin del mundo encontrarán los hombres allí cosas
nuevas. Platón tiene una teoría profunda sobre la inmortalidad del alma;
Jesucristo no hace más que afirmar la inmortalidad del alma. Pero...
La
conducta con el Leproso Samaritano significa simplemente que, según Cristo, las
cosas de Dios están primero y por encima de todos los mandatos de los hombres;
una nota que resuena en todo el Evangelio
continuamente; y que en realidad define al Cristianismo.
Dios
está inmensamente por encima de todas las cosas, delante de El todo lo demás
desaparece; la relación con El invalida todas las otras relaciones. El leproso
samaritano que en el momento de sentirse curado sintió el paso augusto de Dios
y se olvidó de todo lo demás, hizo bien; los demás hicieron mal. Y la palabra
con que Cristo cerró este episodio: “Levántate, tu fe te ha hecho salvo”, no se
refiere solamente a la confianza común que tuvo al principio en El —la cual no
fue la que lo sanó, a no ser a modo de condicionamiento— sino también a otra
divina confianza que nació en su alma al ser limpiado; y que limpió su alma con
ocasión de ser limpiado su cuerpo; y que importa mucho más que la salud del
cuerpo. Porque lo que hizo este forastero al volver a Cristo, no fue gritarle
como antes desde lejos “¡Maestro!”, sino tirarse en el suelo con el rostro ante
sus pies, postrarse panza a tierra, que es el gesto que en Oriente significa la
adoración de la Divinidad. Por lo tanto: “levanta y vete tranquilo, tu Fe te
ha salvado”, cuerpo y alma.
Dios
está inmensamente por encima de todas las cosas. ¿Eso lo enseñó Cristo? Eso lo
dijo mucho antes el Bhuda, Sidyarta Gautama. Sí, pero en Cristo hay una
palabrita diferente, una palabrita terrible. “Por Dios debes dejarlo todo”,
dijo el Bhuda. Cristo dijo lo mismo: “Por “Mí” debes dejarlo todo”.
Esa
palabrita diferente resuena en todo el Evangelio:
“El
que ama a su padre y a su madre más que a ‘Mí’, no es digno de ‘Mí’.
“—El
que deja por ‘Mí’, padre, madre, esposa, hijos y todos sus bienes…
“—Os
perseguirán por ‘Mi’ nombre...”.
“—Os
darán la muerte por causa ‘Mía’...”.
“—Deja
todo lo que tienes y sigue ‘Me’..
“—Deja
a los muertos que entierren a los muertos...”.
“—La
vida eterna es conocerme a ‘Mí’.. .”. Y así sucesivamente.
De
manera que en este Evangelio hay también una paradoja, que no vio Maldonado —lo
cual no le quita nada al buen Maldonado— que es la eterna paradoja de la fe; y
en la manera de obrar de Cristo con el leproso Samaritano está afirmada —como
en cada una de las páginas de cada uno de estos cuatro folletos— lo que
constituye la originalidad y por decirlo así la monstruosidad del
cristianismo; que es una cosa sumamente simple por otro lado: “Dieu premier
serví”, como decía Juana de Arco: Dios es el Absolutamente Primero; Dios es el
Excluyente, el Celoso; y... Cristo es Dios.
Mas
si pide de nosotros gratitud —o si quieren llamarla correspondencia—, no es
porque El la necesite sino porque nosotros la necesitamos. La ingratitud seca
la fuente de las mercedes, y hace imposible a veces los beneficios; como
podemos constatar a veces en nuestra pequeña experiencia, que a pesar de
desearlo no podemos hacer bien a alguna persona; porque por su falta de disposición,
no recibirá bien el bien; de modo que lo convertirá en mal.
—¿Por
qué no viene usted más a visitarme?
—Porque
no le puedo hacer ningún bien.
—¿Y
por qué no me puede hacer ningún bien?
—Porque
una vez le hice un bien. .. y usted me tomó por sonso.
Dios
a veces no nos hace nuevos beneficios, porque no le hemos agradecido bastante
los beneficios pasados. No los hemos tomado como beneficios de Dios, sino como
cosas que nos son debidas; lo cual es tomarlo a Dios por sonso.