Dibujo de Gilberto K. Chesterton |
Tener sentido del humor es un buen signo de salud mental. Porque el humor, del que brotan la sana ironía, la risa fresca, la alegre carcajada, implica la percepción de lo absurdo, de lo contradictorio, de lo desproporcionado, de lo deforme. Y es condición imprescindible para esta percepción el ser dueño de un intelecto sano, capaz de contemplar y comprender al ser en su armonía y en el resplandor de su belleza.
Por eso el humor verdadero es un privilegio
del pensamiento realista. El mundo moderno, sumergido en el devenir
heraclitiano, se ha vuelto incapaz de percibir lo absurdo, lo contradictorio.
Su inteligencia ha roto el orden del ser, cerrada en su propia conciencia, ha
apostatado de los primeros principios, negado su evidencia inmediata. El humor
marxista no es auténtico y por tanto no es humor. Es ácido, agrio, corrosivo,
una herramienta de lucha dialéctica al servicio de la destrucción, de la
disgregación. Ello se debe a que el marxista, al introducir la contradicción
en el mismo corazón de la realidad, se vuelve ciego para contemplar la armonía
de las formas y, por tanto, del ridículo de lo deforme.
Dios se ríe del impío, dice la Escritura.
Quien combate el buen combate de la Verdad, necesita del humor como de un
ingrediente imprescindible para la salvaguarda de su equilibrio intelectual,
psíquico, e incluso hepático. Porque el mal, manifestado en el error, en la
mentira, en el pecado, no sólo es trágico y perverso: es cómico, es ridículo.
Sería sólo trágico si el principio del mal fuera un Dios malo, como el de los
maniqueos o el de los persas. Pero el diablo es una creatura a la que su
absurda soberbia lleva a querer igualarse con el Creador. Es el “mono de Dios”
y, a la larga, su imitación deviene una parodia lamentable. La Edad Media tomaba
muy en serio al Adversario. Pero también sabía burlarlo y burlarse de su jeta
siniestra y deforme.
Todo lo que es falso y pecaminoso lleva el
sello de lo satánico y, por lo mismo, participa irremediablemente de su carácter
simiesco. Quien no sea capaz de comprenderlo, podrá combatir por el Bien y la
Verdad, pero su combate adquirirá el tono oscuro y amargo propio del calvinismo
o de los jansenistas. En el buen combate es menester combatir con alegría, no
la alegría ruidosa y superficial que nace de un optimismo tan ciego como
estúpido, sino aquélla otra serena y profunda, propia de quien lleva en su alma
como una semilla la incoación de la gloria, la paz y el gozo de la victoria
final. Quien lucha por la Verdad con amargura, transforma la Verdad en una
cosa amarga, que repele y que repugna. No basta luchar por la Verdad: hay que
amarla y hacerla amar. Porque la Verdad, que es Bien y es Belleza suprema y
armonía, es en sí misma e infinitamente amable.