De acá
Juan Manuel De Prada
En un pasaje particularmente
luminoso de su obra, Leonardo Castellani vincula directamente la
obsesión de la libertad propia de nuestra época con la hegemonía alcanzada por
las fuerzas económicas descontroladas. Señala el gran escritor argentino
que esta obsesión por la libertad habría logrado mantener a las masas
enzarzadas como monos que se disputan en una jaula una damajuana de
aguardiente, mientras el Dinero se dedicaba tan pichi a hacer de las
suyas, actuando discrecionalmente, sin vigilancias ni cortapisas.
Castellani, en definitiva, nos propone que toda esa olimpiada de derechos y
libertades que saboreamos como si fuesen una golosina no serían sino cebos (¡y
placebos!) que el Dinero nos arroja para mantenernos entretenidos, como se arrojan
algarrobas a los puercos, mientras el Dinero se concentra y multiplica en unas
pocas manos, mientras circula libremente con destino a paraísos fiscales,
mientras asegura su intangibilidad (e impunidad) mediante entelequias
jurídicas.
Se trata de una tesis
extraordinariamente sugestiva. Si volvemos la vista atrás, descubriremos
que la ‘espiritualización’ del Dinero (esto es, el momento en que deja
de ser un símbolo que representa el valor de los bienes, para convertirse en
una niebla de las finanzas, desligada de los bienes que en principio
representaba) coincide en el tiempo con el ocaso de la libertad como medio concreto
para alcanzar un fin concreto y su sustitución por una libertad abstracta que
es un fin en sí misma y enardece a las masas con ideales utópicos,
enzarzándolas en una demogresca aturdidora y esterilizante. Las
libertades antiguas estaban ligadas a los oficios de las gentes, a la tierra
que les brindaba sustento, a la defensa de sus familias y sus formas de vida.
La libertad abstracta llenó a las gentes la cabeza de ideas mentecatas y
exaltantes que, a la vez que les impedían mantener los pies en el suelo (obligándolas
a abandonar su oficio, su tierra y su familia), las ensoberbecían de tal modo
que ya nunca volvieron a elevar la vista al cielo, pues su única religión a
partir de entonces fueron los sucesivos reclamos que la libertad abstracta les
suministraba. Y, mientras estas gentes que se habían quedado sin tierra, sin
oficio y sin familia se entretenían, absortas en sus desdichados ideales
utópicos, el Dinero se dedicó a completar el despojo, sabiendo que sus
latrocinios pasarían inadvertidos; y, si en alguna ocasión tales latrocinios
resultaban demasiado ostentosos, el Dinero auspició nuevas declaraciones de
derechos y libertades, o ‘amplió’ las ya existentes, de tal manera que la
golosina que garantizaba su hegemonía adquiriese una mayor variedad, hasta
convertirse en una fastuosa tienda de chuches.
Y así el Dinero
inventó una forma fantasmática de reproducción que le permitía multiplicarse
exponencialmente, mediante birlibirloques bursátiles y sistemas bancarios de
reserva fraccionaria. Con la particularidad de que, cada vez que ese
Dinero fantasmático quería hacerse corpóreo, tenía que esquilmar los bienes
reales, sangrando a las pobres gentes que ni siquiera se percataban del
latrocinio, porque seguían en su jaula, disputando como monos. El Dinero
inventó también el abuso de la persona jurídica y el principio de
responsabilidad limitada, que quebraba los conceptos tradicionales de propiedad
y sociedad, ligados indisolublemente a la responsabilidad personal de sus
titulares, para propiciar la conversión de la propiedad en un ente con vida
propia que, mientras crece, reparte beneficios, pero que cuando se declara en
quiebra deja a salvo el patrimonio de sus titulares. El Dinero, en fin,
inventó la libertad de circulación de capitales, que le permitía -a la
vez que daba cínicamente lecciones de patriotismo a los monos de la jaula- abandonar
como una rata el barco que se hundía, escapar a la vigilancia del fisco,
emboscarse detrás de testaferros, crear sociedades offshore en
paraísos fiscales, fundirse en una niebla de las finanzas indiscernible.
Y todo ello mientras los
monos en la jaula pedíamos chillones que nos diesen más libertad de expresión,
o más derechos de bragueta. Y el Dinero, del mismo modo que en otro tiempo les
dio periódicos (que él mismo financiaba) y aborto a granel (que le permitía
pagar sueldos miserables, pues a menor descendencia menos ímpetu en la lucha
por un sueldo digno), hoy nos da Twitter y cambio de sexo, para que nos
desfoguemos en la cochiquera virtual (que el Dinero ha aderezado muy
lindamente, como quien adereza un jardín de infancia) y nos refocilemos sin
peligro de multiplicación. Porque la única multiplicación que el Dinero ve con
buenos ojos es la propia; a los monos siempre nos quedará el consuelo de
emborracharnos de libertad.