Un escritor
bastante inflado por los conservadores.
Uno que vuelve y otro
que se va. El que vuelve (enhorabuena) es Mel Gibson a lo que mejor sabe hacer,
dirigir películas; el que se va -de boca- es Juan Manuel De Prada, cansado y exacerbado
según parece por sus propios detractores, que congratulándose del regreso del
excelente director de cine, lanza un brulote petulante poco digno de su pluma generalmente
demorada y, aunque cáustica, inteligente, dándonos ahora un artículo que más bien
parece excretado por algún escriba de ese sonajero del diablo que es la Radio
Cerianidad. Lejos cae de insultadores con más clase, de vituperios nada procaces
y de las defensas de las buenas causas de nuestros Ramón Doll o Ignacio
Anzoátegui, por ejemplo (y hasta de un Borges que sabía “el arte de injuriar”),
a los cuales el español en cuestión no podría “paralelizarse”. De Prada
defiende mal una buena causa. Veamos su artículo,
al cual le agregamos nuestros comentarios (en rojo):
Vuelve Gibson
Si mañana resucitase Plutarco y se
ofreciese a escribir mi biografía, sólo le pediría que escribiese de forma
paralela la de Mel Gibson, un artista como la copa de un pino, un carca
glorioso, un macho alfa (¿?) sin parangón en el globo
terráqueo, un genio desembridado y sufriente al que han intentado mil veces
crucificar. Pero Gibson cuenta con un Dios que sabe cómo salir de la tumba; y,
aunque le lluevan ostias hasta en el carné de identidad (¡!), se levanta una y otra vez, viril y tumefacto, carcajeándose
de todos los boquimuelles de la corrección política, meándose encima de todos
los moderaditos de corazón duro y polla blanda (¡!)
que ponen el grito en el cielo cada vez que Gibson suelta una procacidad o un
improperio. Va por vosotros este artículo, patulea. (Lo
que hace De Prada es simplemente identificarse con Gibson para despotricar
contra sus propios impugnadores. Dedicar todo este espacio con improperios para
los “moderaditos” no hace otra cosa que agrandarlos y darles una categoría que
no tienen. Quien en verdad es el peor enemigo y no sólo de Gibson sino de cada
uno de nosotros mismos somos precisamente nosotros mismos, nuestro hombre viejo
que se resiste a negarse a sí mismo y tomar la cruz.)
Cuando ya parecía muerto y enterrado,
vuelve Mel Gibson a la dirección con Hasta el último hombre (Hacksaw
Ridge), una película que mientras escribo estas líneas aún no he visto;
pero ni siquiera necesito verla para intuir (¡para saber!) que será grandiosa (Por lo que sabemos De Prada pretende saber de cine, pero
realmente sus opiniones al respecto distan mucho de ser lo autorizadas o
convincentes que se suponen. En esta película de Gibson el héroe es un
adventista y pacifista. ¿Dónde ha quedado su catolicismo? Al glorificar a este
personaje lo único que hace es dar un mensaje ecuménico muy a gusto de los
norteamericanos que aman la libertad religiosa y lo importante es “creer en
Dios, sin importar la religión”; en estos últimos tiempos Gibson las va mejor
con los protestantes –y, por lo que sabemos, con algunos judíos- que con los
católicos), porque Gibson guarda en el pecho la llama del arte, que
ninguno de esos mequetrefes que lo detestan podrá apagar jamás. Mel Gibson está
inspirado por Dios (lo estuvo en sus dos grandísimas
películas católicas, “La Pasión de Cristo” y “Apocalypto”, ¿lo está ahora?),
alumbrado y calcinado por Dios; y aunque lo hayáis relegado al ostracismo,
aunque lo hayáis metido en todas vuestras apestosas listas negras, aunque
hayáis conseguido que las masas cretinizadas abominen de su figura y lo tachen
de machista, racista y no sé cuántas chuminadas más nunca podréis acallar su
genio (cierto, ¿pero no es el mismo Gibson que con sus
propios desbandes ha atentado también contra su genio?), que es como un
magma ardiente que anega vuestra insignificancia de mingafrías, vuestra inepcia
de eunucos que saben cómo se hace pero no pueden hacerlo. Y Gibson, que sabe
cómo se hace y puede hacerlo con la misma facilidad con que se tira un pedo (sic), os va a golpear de nuevo con su arte
hiperbólico de león rugiente (sic) que jamás
podréis domesticar, con su desmesura épica y su arrogancia de cisne negro que
levanta majestuoso el vuelo cuando ya creíais que lo habíais derrotado.
Tendréis que inclinar vuestra testuz de bueyes capones ante la apoteosis de
este toro salvaje que brama y embiste (¿y cómo termina
el toro? Este español suponemos que lo sabe…); tendréis que morderos los
lagrimones de la rabia y la impotencia, mientras os coméis atildadamente
vuestra ración de alfalfa posmoderna, mientras seguís escudriñando las
cagarrutas del arte anémico, asténico y sistémico que habéis entronizado. Y
veréis de nuevo el humo de las ofrendas de Gibson alzarse orgulloso hasta el
cielo, como Caín veía el humo de las ofrendas de Abel, mientras os corroe la
envidia(¡¡¡!!!).
Nunca pudisteis perdonarle que fuera
un católico acérrimo (cierto), de los que rezan
en latín (por lo que sabemos, Gibson ha abandonado la
práctica de la religión y se ha transformado en un pecador público), y
follan a chorro libre (esa “libertad” que exalta De
Prada lo ha llevado a Gibson al adulterio, al divorcio, al concubinato, a
perder la mitad de su fortuna y a la necesidad de salir a protagonizar
películas horrorosas y demorar su regreso a la dirección); nunca pudisteis
soportar su versión salvaje de la Pasión de Cristo (¿salvaje
o realista?), cuyos fotogramas caían sobre vuestra alma lechuguina y
bardaje como el agua bendita cae sobre la piel del poseso; nunca pudisteis
tolerar que se atreviera a filmar una película tan aguerrida y desorbitada, tan
crudamente humana, tan desvergonzadamente divina (de
acuerdo). ¡Estabais tan cómodos y satisfechos con ese catolicismo
meapilas y sentimentaloide, almibarado y mansurrón, que predican los curas
modositos! (cierto) Y justo cuando parecía que
la batalla la teníais ganada llegó aquella película terrible, aquel insulto a
vuestro humanismo sin Dios, aquel chafarrinón de sangre eucarística cayendo
sobre vuestro traje de domingo sin misa (bien dicho).
Pusisteis entonces a funcionar vuestra máquina de fango sobre aquel australiano
(Gibson no es australiano, sino estadounidense) integrista
(por su vida pública no lo parece) y macho (¿en qué sentido?); y como el australiano (que no, que es norteamericano, ¿te enteras?), además,
turbulento y asaltacamas, colérico y borrachuzo, conseguisteis convertirlo en
un apestado ante los ojos del mundo, incluidos los ojos de muchos católicos
puritanos que han olvidado que Dios se regocija llevando sobre sus hombros a la
oveja descarriada que llora y pide perdón por sus pecados (cierto, no condenamos a Gibson, pero tampoco lo exaltemos ni
lo pongamos por modelo, como parece hacer De Prada, sólo porque es lo opuesto a
los que llama “moderaditos” y “meapilas”). Pero mientras el apestado
Gibson era escarnecido y vituperado, mientras caía por los despeñaderos del
descrédito y la ignominia, mientras todos los cretinos del planeta arrojaban
paletadas de tierra, escándalo y olvido sobre el maldito que había osado
proferir tantas blasfemias contra la religión de la corrección política, Dios
seguía inspirándolo, alumbrándolo, calcinándolo con su beso de amante y de
padre. Y aquí lo tenéis de nuevo, raza de víboras, redimido en la sangre del
Cordero y dispuesto a seguir aturdiéndoos con su arte sin parangón, su arte
hiriente y montaraz como un látigo de fuego (veremos).
Y, además de estrenar película, Mel
Gibson anuncia que está preparando una continuación de la Pasión (Gibson no ha anunciado tal cosa; y ya muchos anuncios de
posibles filmes de Gibson –entre ellos Cristiada- se dieron pero no ha
realizado finalmente ninguno. Dios quiera que siguiera la vida de Cristo de la
misma forma inspirada en que lo hizo), para celebrar que cree en un Dios
que sabe salir de la tumba (bueno, si rehiciera su vida
sería más demostrativo de su fe; las películas que hizo y produjo últimamente
no demuestran eso), y también sacar de ella a los apestados que el mundo
entierra. Preparaos, patulea, porque vuelve Gibson, y os va a partir la jeta a
pollazos (el optimismo visceral de De Prada se da de
frente con la realidad; es sabido que luego de la Pasión los distribuidores
–que sirven a sus amos judíos- boicotearon mayoritariamente Apocalypto. No otra
cosa sucedería en mayor escala con otra obra católica, por buena que sea. Sin dudas
se verían enormemente contrariados los supuestos personajes a que De Prada
alude, pero el logro de Gibson no estaría dado en su condición de “macho”,
“borrachón” y “asaltacamas”, pues sabemos que en tiempos de realizar “La
Pasión” era un católico de la Tradición que rezaba la misa tridentina en el set
de filmación).
Finalmente, De Prada
parece confundir las cosas y oponer al catolicismo almibarado, sentimentaloide
y mansurrón de Hollywood o Zefirelli, la figura misma de Gibson en su
turbulenta vida, cuando el modelo para el católico –que bien propuso el mismo
Gibson- es el Cristo de su película. Además el héroe de su película es un
típico WASP, más cerca del Hollywood de De Mille que de su “Pasión”. Ciertamente, los artistas suelen ser
personajes tormentosos y nada ejemplares. Por eso debemos entender lo que nos
dicen sus obras, donde suelen elevarse por encima de sí mismos. Así por
ejemplo, quizás le convendría a De Prada, en vez de admirar las bravatas de
Gibson –a quien siempre hemos defendido por su coraje y su talento, y por quien
rezamos para su completo regreso al único redil- recordar otro católico
modélico propuesto por Chesterton y que el Padre Castellani describía de esta
manera:
"Chesterton no ha perdido su inveterada
afición al símbolo. El Padre Brown es el Católico tal como lo ven los ojos
protestantes y tal como es en realidad, el católico visto por fuera y por
dentro. El curita petizo, cara de luna, simple, distraído, insignificante,
extraño y vago ('Oh, you líttle
celibate simpleton!', solteroncito zonzo, le dice Flambeau en el momento
en que creyendo haberlo vencido está en realidad en sus manos), es un ser
soportable y bueno, pero que se deja a un lado hasta que se llega a un
atolladero. Pero cuando se llega a un atolladero (y todo mortal llega por lo
menos a un Atolladero),
entonces el curita tonto se crece como un campanario, dice una palabra extraña,
una palabra misteriosa que es una explosión de magnesio que ilumina todo:
porque ve las cosas como son, y los otros sólo las apariencias" ("Crítica
Literaria", II, Gilberto K. Chesterton – La Apologética, D!CTIO, Bs.
As., 1974, p. 142).