Aristóteles
dijo que "la ira es más natural que
la concupiscencia''.
Santo
Tomás de Aquino ha realizado un estudio sumamente minucioso y ricamente
fundamentado de esta curiosa pasión, tan mezclada de razón y justicia, tan connatural al hombre, y que, sin embargo,
hoy parece estar proscripta por haber corrido la suerte de aquellas con las que
entra en composición.
Habrán
notado que casi nadie se permite "airarse". Por todas partes se
escucha decir "¡No te pongas así...!",
"¡No te irrites...!" Y lo
que suena peor es el consabido sonsonete de "¡No
vale la pena!" que sigue a esto.
Sí,
en ese "no vale la pena"
está el problema principal, porque evidencia que quien lo dice ha caído en el
relativismo y la indiferencia.
En
airarse no hay nada anormal. Lo anormal está en la razón enferma que no
encuentra motivo para airarse, porque "relativismo" e
"indiferentismo" son patologías de la inteligencia.
La
ira es una pasión que resulta de un razonamiento porque "la ira es apetito de venganza, y esta implica
una comparación de la pena que ha de aplicarse y el daño recibido; por lo cual
dice el Filósofo que «quien silogiza porque tiene que argüir a alguien, se
irrita». Ahora bien, comparar y silogizar es propio de la razón. Luego, también
la ira se da en algún modo con la razón".
Y
más adelante va a afirmar el Angélico: “Como
dice el Filósofo, «la ira escucha de algún modo a la razón», que le anuncia
que se ha sufrido una injuria; «pero no la atiende del todo», porque no observa
la regla de la razón en contrapesar la venganza. Para la ira, por tanto, se
requiere algún acto de la razón y algún impedimento de ella (...)"
("Suma Teológica", Ia II*-, cuestión 46, a. 4).
Nuestra
parte sensitiva vive de los datos que percibe a través de los sentidos. La
incompletitud sensitiva del animal racional busca colmarse usando dos
potencias: el apetito concupiscible y el apetito irascible.
Por
la primera, procura el bien porque es deleitable y conveniente a los sentidos,
bien que, cuando es de difícil o ardua consecución, pone en actividad la
segunda potencia, el apetito irascible,
el que tendrá a su cargo rechazar cualquier obstáculo que se oponga al logro de
ese bien.
"La capacidad de irritarse fue dada a los
seres sensibles para que dispongan de un modo de derribar obstáculos, cuando
la fuerza volitiva se ve impedida de lanzarse hacia su objeto, a causa de las
dificultades que se ofrecen para conseguir un bien o evitar un mal” (op.
cit., Ia II*, cuestión 23, a. 1).
Ahora
bien, como todo apetito (tendencia, deseo) necesita un moderador que lo
encauce según la recta razón. Ese moderador serán dos virtudes: la fortaleza (que la usará según la medida
de la prudencia para resistir el mal) y la templanza
(que le señalará el límite de su manifestación y de la reparación).
Las
dos, fortaleza y templanza, sabrán moderar cualquier tendencia desenfrenada
dejando a la prudencia suficiente espacio para obrar. Pero lo propio de la
prudencia es, como se apuntara con tanto acierto, más que conocer, decidir rectamente. Así, la decisión recta buscará
la restitución del orden, y en eso consiste la justicia.
Mientras
obre la virtud rectora de la prudencia, la justicia de la venganza estará
asegurada y, ante el obstáculo que se opone al alcance de un bien o la injuria
que quiebre el orden de la justicia, no habrá "iracundia" (pecado
capital que consiste en un dominio de la ira sobre quien la padece, o en la
cólera que carece de motivación); sino "ira" (pasión naturalmente
humana y necesaria para la básica conservación de la especie, y para la
racional conservación del orden justo).
Vemos
así que la ira es una pasión que presupone una actividad intelectual y un
claro sentido de justicia.
Si
por el relativismo se ha envilecido la razón hasta considerar que no hay bienes
que absolutamente deban ser defendidos, lo más probable es que se niegue a la
ira los fueros que la naturaleza le reconoce.
Y
si por indiferentismo se le impide a la voluntad procurar la restauración del
orden por la justicia, es casi seguro que se prohibirá todo deseo de venganza.
Entonces,
la ira queda sin causa y pasa a convertirse en una patología psiquiátrica que
hay que calmar con tranquilizantes.
Ahora
bien, ya hemos hablado de "venganza", y la venganza, ¿acaso no es un
sentimiento poco cristiano?
A
esto respondemos con el Santo Doctor que "la ira sólo es culpable cuando no obedece al precepto de la razón al
vengarse".
Sentado
esto, se deduce que quien obedece al precepto de la razón al vengarse, no tiene
culpa. La venganza que procura la ira, cuando se sujeta a la recta razón, es un
acto de justicia.
A
tal punto que, mediando justa causa, la ausencia de ira es una falta. Es una
falta contra la justicia que no se procura restablecer y es una falta contra la
naturaleza racional que manda airarse cuando el equilibrio que impone la
justicia es alterado o disuelto.
"La ira desea el mal en cuanto tiene razón de
justa venganza, y por eso se refiere a lo mismo a que se refiere la justicia y
la injusticia, pues inferir la venganza o castigo pertenece a la justicia. Por
consiguiente, tanto por parte de la causa, que es la lesión inferida por otro,
como por parte de la venganza que desea el irritado, es evidente que la ira pertenece
a los mismos a quienes pertenecen la justicia y la injusticia" (op.
cit., Ia IIa, cuestión 46, a. 7).
De
tal manera, si la ira mueve a la justa venganza y la justa venganza nace del
deseo o apetito de reparar un daño (causando un daño proporcional), entonces la
causa de la ira es la injuria que la
precede.
Hasta
aquí se puede observar que todo se va concatenando y deduciendo del modo más
conforme a la naturaleza. Lo antinatural sería, a todas vistas, desconocer el
mal que se nos infiere con un acto injurioso.
El
desconocimiento de un mal así, solamente podría explicarse por un
indiferentismo a la moda estoica (la "apateia")
u oriental (el llamado nirvana), que
no son otra cosa que un nihilismo de la conciencia moral.
Hay
en la base de todo indiferentismo un problema epistemológico: el rechazo de la
posibilidad de conocer, de llegar al ser de las cosas, que es facultad de la
inteligencia, y este es estigma del idealismo
subjetivista.
Esta
posición produce obligadamente una ruptura entre la realidad conocida y el
sujeto que conoce, dicha ruptura lleva al cognoscente a encerrarse en sí mismo
hasta perder la natural inclinación a "tomar
partido".
Y
no puede "tomar partido"
quien no se considera capaz de reconocer la entidad cierta de un bien que debe
defenderse, y por consiguiente, de sublevarse a causa de una ofensa,
desconocimiento, o destrucción de ese bien.
Así,
no reconocerá una injusticia, ni será capaz de justipreciar el quebrantamiento
del equilibrio, por lo que tampoco se sentirá justificado para airarse.
"La ira es el apetito de causar daño a otro
por razón de justa venganza; y la venganza no tiene lugar sino cuando ha
precedido injuria. Pero no toda injuria provoca a venganza, sino solamente la
que afecta a quien desea la venganza; pues así como cada ser desea naturalmente
su bien propio, así también naturalmente rechaza el mal propio. Ahora bien, la
injuria sólo afecta a aquel contra quien de algún modo se hace algo. Luego el
motivo de la ira es siempre algo que se ha hecho contra uno" (op.
cit., Ia II*, cuestión 47, a. 2).
Continúa
el Santo Doctor con esta contundente afirmación: "Todas las causas de la ira se reducen al menosprecio", y,
siguiendo a Aristóteles, apunta tres clases de menosprecio: "desdén", "oposición" (o impedimento para cumplir nuestra voluntad) y
"contumelia".
Se
ve aquí que las tres formas de menosprecio exigen certeza del bien que
encierran las cosas, pero la certeza, como su nombre lo indica, demanda la
posibilidad de un conocimiento cierto de las cosas por parte del sujeto.
Así,
en el "desdén" habrá un
desprecio de lo que consideramos bueno; "oposición" dirá contrariedad del bien que se procura (aunque
sea aparente y no real); y "contumelia"
será el desconocimiento de un bien que se pretende conservar intacto por
conocérselo absoluto: el honor, la honra (propia o ajena, pero de un
"ajeno" que nos importa tanto como nosotros mismos).
Todo
lo dicho caerá por su base en una postura relativista.
En
la cuestión 48, el Doctor Angélico nos habla de los efectos de la ira, y a la
pregunta de si la ira puede "producir
delectación", responde afirmativamente.
A
la tristeza de la injusticia sufrida, sigue el deseo de venganza, y a la
sanción compensatoria sigue la "delectación".
En
esta delectación, y por imposición del mismo razonamiento que hemos hecho, no
habría pecado. La restitución del orden debido, que realiza la justicia, es
causa obligada de alegría. Lo contrario sería anómalo.
Otra
vez nos vemos en la necesidad de marcar la "anomalía" de un indiferentismo
pacifista.
Bien
que todo ánimo de venganza, por muy justa causa que tenga, tendrá que dejarse
informar por la humildad y la misericordia porque ambas orientan a la recta
razón y la recta razón siempre debe imperar. Esto garantiza la brevedad de la
cólera, como así también su moderación.
Por
último, lo que se pregunta el Doctor Común es "si es lícito airarse". Lo hace en la IIa II*, cuestión 158.
Responde
con una paráfrasis de dos pensamientos del Crisóstomo: "Quien se irrita sin motivo es culpable; pero
quien se irrita con causa justa no es culpable. La prueba es que, si no
existiera venganza, no aprovecharía la doctrina, ni subsistirían los
tribunales, ni serían reprimidos los crímenes.
"Quien, habiendo justa causa, no se irrita,
peca. La paciencia irracional es semillero de vicios, fomenta la negligencia e
incluso a los buenos incita al mal".
La
ira, como señala el Angélico, es "deseo
de venganza" y éste puede ser bueno o malo. Pero aún el bueno puede
degenerar en malo cuando se cae en el exceso o en el defecto, así en la ira
"puede darse pecado por airarse más
de lo conveniente o menos de lo conforme a la norma racional. Pero, mientras la
ira permanezca en el círculo de la razón recta, es laudable" (op.
cit., IIa II*, cuestión 158, a. 1).
Ahora
bien, hay que poner cuidado en lo que se entiende por "recta razón". Es evidente que el
teólogo Santo Tomás de Aquino, en una obra teológica que refiere todo a Dios
Nuestro Señor como a su Principio y Fin Último, subordinará la razón a la Caridad.
De
ahí que el Santo nos afirme que es "ilícito
desear venganza buscando el mal de quien la debe sufrir; pero desearla para
corregir los vicios y conservar la justicia es laudable; y hacia ese fin tiende
el apetito sensitivo dirigido por la inteligencia" (op. cit., IIa IP,
cuestión 158, a. 2).
Para
terminar, y volviendo sobre la connaturalidad de la ira, llama la atención la
comparación que hace el Angélico de esta pasión con la concupiscencia.
Esta
comparación ya aparece en la ética aristotélica, por eso iniciamos el presente
trabajo con esa frase del Filósofo: "La
ira es más natural que la concupiscencia".
Santo
Tomás afirma que "Si consideramos la
naturaleza del hombre por parte de la especie, esto es, en cuanto racional, así
la ira es más natural al hombre que la concupiscencia; por cuanto la ira se da
más con la razón que la concupiscencia; por lo cual dice el Filósofo que «es
más humano castigar —lo que pertenece a la ira— que ser apacible», pues todos
se alzan naturalmente contra las cosas contrarias y nocivas" (op.
cit., Ia II, cuestión 46, a. 5).
Sin
embargo, de acuerdo a la época que nos ha tocado vivir, parecería ser la
concupiscencia más natural que la ira.
Es
más fácil ver hoy caer a un hombre en la búsqueda desenfrenada de los placeres
venéreos, por ejemplo, que verlo dejarse arrastrar por un arrebato de ira ante
una injusticia.
Salta
a la vista que las cosas se encuentran invertidas.
Y
la naturaleza, ¿acaso puede ser modificada? Ciertamente que no, debido a que la
ley natural es eterna, tan eterna como la Ley Eterna de la que ella es reflejo,
que no es otra cosa que la Sabiduría de Dios que pensó las esencias desde toda
la eternidad.
Una
esencia no se altera, solamente se degrada en su misma línea: dicho con otras
palabras, se envilece.
Y
es un envilecimiento de la naturaleza
humana lo que vemos, no una alteración.
Sostiene
el Santo Doctor que una forma eficaz de combatir el afán de placeres sensitivos
a la que llega una voluntad debilitada, es proponer al espíritu una obra difícil
y hasta ardua, que exija un ejercicio de la fortaleza (ayudada por el impulso
de la ira) en el combate.
"Cuando a la voluntad corrompida, que va a la
deriva en el ejercicio de lo sensible, se le une una falta de fuerzas para
irritarse, tenemos el caso de una degeneración total y sin esperanzas. Tal
situación es la que se presenta cuando un sector de la sociedad, un pueblo o
toda una cultura están maduros para su extinción" (Pieper, Joseph:
"Las virtudes fundamentales", Ed. Rialp, Madrid, 1976, pág. 287).
CARMEN
FERNÁNDEZ
Revista
Iesus Christus N° 81, Mayo/Junio de 2002.