“Cuando
los santos antiguos vivían no parecían tan santos; ahora parecen santos porque
están en el altar –pintados y arregladitos; eran simplemente hombres
religiosos: algunos, bastante discutidos o fastidiosos”.
P.
Castellani, “San Agustín y Nosotros”.
“Los novelistas católicos suelen
atribuir a la virtud las cualidades de la más selecta estupidez protestante:
desde la puntualidad hasta el abstencionismo. Se puede ser católico sin
necesidad de adoptar todo ese sistema de pequeñas estupideces que algunos
novelistas católicos atribuyen a sus personajes ejemplares. Se puede, en una
palabra, ser católico sin tener cara de católico. Se debe ser católico y no
tener cara de católico. Los novelistas piadosos han creado un tipo de hombre
que se parece más a la monja que al hombre religioso: un tipo de San Luis
Gonzaga con algo de Amado Nervo, un San Luis Gonzaga que para ser protestante
sólo le faltaría jugar al tennis al
costado de la iglesia. La primera obligación del católico es la de ser un hombre.
El catolicismo no es una escuela de ademanes untuosos y de sonrisas de
catálogo: es una escuela de humanidad, donde el hombre aprende a portarse como
un hombre delante de Dios y delante de los hombres, porque Dios no quiere
avergonzarse de sus creaturas y no quiere que los hombres se avergüencen del
hombre; una escuela donde las malas palabras no escandalizan demasiado.(…)
Chesterton
se resiste sistemáticamente a introducir en sus obras los modelos de santos a
que nos tienen acostumbrados los novelistas católicos y las imágenes de yeso
pintado. La santidad no consiste, para él, en levantar los ojos al cielo y sostener
un rosario en una mano, porque él sabe que éstas son actividades eminentemente
privadas de los hombres que aspiran a la santidad. La santidad, para
Chesterton, consiste en la buena voluntad de que hablaron los ángeles cuando
cantaron el nacimiento del Salvador; en la buena voluntad del hombre que rompe de
un bastonazo una vidriera, porque detrás del vidrio hay un periódico donde se
insulta a la virginidad de María, y en la buena voluntad del vigilante que
ayuda a una vieja a subir a un ómnibus.(…)
Todas
las novelas de Chesterton pertenecen a la especie de las novelas policiales,
donde hay hombres respetables que resultan delincuentes y delincuentes que
resultan hombres respetables. Son novelas policiales donde los ángeles les tiran
zancadillas a los diablos y los diablos se tocan con una peluca de político
influyente para despistar a los ángeles. Chesterton es el Ministro del
Interior, que, como Dios, cree en el arrepentimiento último de los
delincuentes, y allana, como allanará Dios en el día del Juicio Final, las
casas de las personas respetables”.
Ignacio
B. Anzoátegui, “Chesterton, novelista del hombre”. Extremos del mundo, Ed. ContraCultura, Bs.As., 2012.