Diálogos
del orador – Libro II
»En
cuanto a lo primero, es decir, a lo que la risa misma es, y cómo se excita y
mueve, y dónde reside y cómo estalla de repente sin que podamos contenerla, y
de qué suerte se comunica a los costados, a la boca, a las venas, al rostro y a
los ojos, averígüelo Demócrito, pues a mi propósito nada importan esas cosas, y
aunque importaran, no tendría yo reparo en confesar mi ignorancia en lo que
ignoran los mismos que prometen enseñarlo. El lugar, digámoslo así, y la región
de lo cómico (y esta es la segunda cuestión), consiste en cierta torpeza y
deformidad; pues casi siempre se reduce el chiste a señalar y censurar no
ridículamente alguna ridiculez. Y viniendo al tercer punto, diré: que es muy
propio del orador mover la risa, ya porque la misma hilaridad concilia la
benevolencia de los que participan de ella; ya porque admiran todos la agudeza,
contenida a veces en una sola palabra, especialmente en la réplica, ya que no
en la invectiva; ya porque quebranta las fuerzas del adversario y le estorba y
le aterra y le confunde; ya porque da a entender que el mismo orador es un
hombre culto, erudito y urbano; pero sobre todo, porque mitiga y relaja la
severidad y tristeza, y deshace en juego y risa la odiosidad que no es fácil
destruir con argumentos. Hasta qué punto puede emplear el orador lo ridículo,
es cuestión que merece atento examen y que trataremos en cuarto lugar. Porque
ni la insigne maldad, ni el crimen abominable, ni menos la extrema miseria, son
dignas de risa: a los facinerosos se los ha de castigar con armas más fuertes
que la del ridículo, y de los miserables es cruel burlarse, a menos que no
pequen de jactanciosos. Respétense las aficiones de los hombres, porque es muy
fácil ofenderlos en lo que más aman.
»Esta
moderación es la primera que debe observarse en los chistes. Y así las cosas de
que es más fácil burlarse son las que no merecen ni grande odio ni misericordia
extrema. Materia abundante de ridículo se encontrará en los defectos ordinarios
de la vida humana, sin necesidad de ofender a los hombres estimados, o a los
muy infelices, o a los que por sus maldades merecen ser llevados al suplicio.
También las deformidades y vicios corporales son materia acomodada para el
chiste, pero no más que hasta cierto punto, sin tropezar en insulsez ni pasar
la raya de la lícita burla, evitando siempre el orador confundirse con el
truhan o el chocarrero. Esto se entenderá mejor después que hayamos hecho la
división de los géneros de chistes. Hay dos principales: uno de cosas, y otro
de palabras. De cosas, cuando se refiere alguna fabulilla; vg., cuando tú,
Craso, inventaste que Memmio había mordido el brazo de Largio en la riña que
tuvieron en Terracina por celos de una querida. Toda aquella saladísima
narración fue fingida por ti. Y añadiste que en todas las paredes de Terracina
aparecieron escritas tres eles y dos emes. Y preguntando tú lo que era, te
respondió un viejo ciudadano: «El mordaz
Memmio laceró el lacerto de Largio.» Ya veis cuán dichoso y elegante, cuán
oratorio es este género, ya sea verdadero el hecho que se cuenta, aunque
mezclado con algunas mentirillas, ya del todo fingido. El mérito de este género
consiste en presentar los hechos de tal manera y describir con tal viveza las
costumbres, el modo de hablar y el semblante de las personas, que los oyentes
se imaginen estar presenciando lo mismo que se les refiere. También es chiste
de cosa el que se funda en alguna parodia o maligna imitación. Cuando Craso
decía: «por tu nobleza, por tu familia...
» ¿qué es lo que hizo reír al concurso sino la imitación de la voz y del
gesto de su adversario? Y nuestra risa subió de punto cuando exclamó: «por tus estatuas,» y extendiendo el
brazo, imitó tan bien el ademán de Bruto, a quien acusaba. De este mismo género
es la imitación que Roscio hace de un anciano, cuando dice: «Para ti, Antifon, planto estos árboles.»
Me parece estar oyendo a la misma vejez, cuando esto oigo. Pero todo este
género de burlas ha de ser tratado con suma cautela. La excesiva imitación, lo
mismo que la obscenidad, es propia de los mímicos y de los histriones. Conviene
que el orador suprima algo de la imitación para que el oyente supla con el
pensamiento mucho más de lo que ve. Debe mostrar además ingenuidad y pureza,
evitando toda torpeza de cosas y de palabras. »Estos son los dos géneros de
ridículo que recaen en las cosas. Ambos son propios de esa facecia sostenida
que consiste en describir las costumbres de los hombres, y pintarlas de tal
manera que baste la narración para entenderlas, o una breve imitación cuando se
trate de algún defecto muy propio para la risa. Pero en los chistes de palabra
todo el mérito está en la agudeza del vocablo y de la sentencia. Y así como en
el género anterior debe evitarse cuidadosamente toda semejanza con los mimos e
histriones, así en este debe huirse de toda dicacidad truhanesca. ¿Cómo
distinguiremos, pues, a Craso, a Cátulo y tantos otros, de vuestro amigo Granio
o de Várgula que es amigo mío? No me parece fácil distinguirlos, pues todos son
decidores, y nadie más que Granio. Ante todo ha de tenerse presente que no es
necesario empeñarnos en decir chistes siempre que se nos ocurra. Se presenta un
testigo muy bajo de estatura, y dice Filipo: «¿Podré hacerle algunas preguntas?
-Sí, con tal que sean breves, responde el cuestor que tenía prisa. -Serán tan breves
como el testigo, replica el orador.» El dicho es gracioso. Pero uno de los
jueces era Lucio Aurifex, todavía más pequeño que el testigo. Toda la risa
recayó en el juez y el juicio se convirtió en una bufonada. Así, pues, cuando
el chiste, aunque sea feliz, pueda recaer en quien tú menos quisieras, debes
abstenerte de él. No hace esto Apio, que se precia de chistoso y realmente lo
es, pero que cae a veces en este vicio de la chocarrería. «Cenaré contigo,
porque veo que hay lugar para uno, dijo a mi amigo Cayo Sextio, que es tuerto.»
Este chiste tiene poca gracia, porque ofendió a Sextio sin motivo, aunque el
dicho podía aplicarse a todos los tuertos. La respuesta que de improviso le dio
Sextio fue admirable: «Lávate las manos y cenarás conmigo.» Estos chistes
agradan tanto más, cuanto son menos preparados. La oportunidad, pues, la
moderación y templanza, y la sobriedad misma en los donaires, distinguirán al
orador del bufón, porque nosotros hablamos, no para hacer reír, sino para algún
fin de utilidad, al paso que ellos están graceando todo el día sin causa. ¿Qué
es lo que consiguió Várgula cuando, abrazándole el candidato Aulo Sempronio y
su hermano Marco, dijo a su criado: muchacho, espántame estas moscas? Buscó
sólo la risa, que es a mi ver un fruto bien mezquino del ingenio. La prudencia
y gravedad nos indicarán el lugar más oportuno para tales gracias. ¡Ojalá
hubiera algún arte que las enseñara! pero sólo las dicta la madre naturaleza.
»Expongamos
ahora sumariamente las diversas maneras que hay de mover la risa. Sea la
primera división la de palabras y cosas. Y aun son mejores las facecias que
consisten a la vez en cosas y en palabras; y no olvidéis nunca, que de las
mismas fuentes de donde nace lo ridículo pueden nacer también sentencias. No
hay más diferencia sino que las cosas honestas deben tratarse grave y
seriamente, y las vergonzosas y deformes han de tratarse en burla; de suerte
que con las mismas palabras podemos alabar a un siervo bueno y vituperar a uno
malo. Gracioso es aquel antiguo dicho de Nerón, contra un siervo que le robaba
mucho: «Es el único para quien en mi casa no hay nada cerrado ni sellado:» lo
cual, con las mismas palabras, puede decirse de un siervo fiel. De las mismas
fuentes proceden, pues, lo serio y lo burlesco. Así, por ejemplo, cuando
Espurio Carbilio cojeaba gravemente a consecuencia de una herida recibida en
defensa de la república, y por esta causa no se atrevía a presentarse en
público, díjole su madre: «¿Por qué no sales, Espurio mío? Cuantos pasos des,
serán otros tantos recuerdos de tu valor.» Esto es noble y grave.
»Las
palabras ambiguas tienen mucha agudeza, pero no siempre se toman en burla, sino
muchas veces en serio. Así Publio Licinio Varo dijo a Escipión el Africano,
cuando se le desasía una corona en el convite e intentaba en vano ajustarla a
la cabeza: «No es extraño que no te venga bien, porque tienes la cabeza muy
grande.» Este rasgo fue noble y digno de alabanza. Del mismo género es este
otro: Es bastante calvo, pero habla poco.
»En
suma, no hay género de chistes que no pueda aplicarse también en sentido grave;
y ha de advertirse además que no todo lo ridículo es gracioso. ¿Qué cosa hay
más ridícula que Annio? Pero es su voz, su semblante, su arte de remedar, su
figura, lo que nos hace reír; podremos decir de él que es divertido, no como un
orador, sino como un mimo.
»Por
lo cual, este primer género, aunque es el que mueve más a risa, no nos
pertenece; ni el representar al perezoso, al supersticioso, al vanaglorioso, al
necio; todos personajes risibles por sí mismos, y a quienes solemos zaherir, no
representar: el otro género, que consiste en la imitación, es muy gracioso;
pero nosotros sólo podemos usarle de cuando en cuando, y como de paso y a
hurtadillas, porque de otro modo es poco liberal: el tercer género, es decir,
la parodia de los gestos, no es digna de nosotros: el cuarto, es decir, la
obscenidad, no sólo es indigna del foro, sino de los convites de personas
libres. Quitadas, pues, de la oratoria todas estas especies de chistes, quedan
sólo las facecias, de palabra y de cosa, según la división que antes hice. Lo
que por sí es gracioso, sean cuales fueren las palabras con que se dice, es
facecia de cosa; lo que mudando las palabras pierde la sal tiene toda su gracia
en las palabras mismas. Los equívocos son muy agudos, y aunque su gracia
consiste en el vocablo y no en la sustancia, suelen hacer reír mucho y son muy
alabados cuando se dicen discreta y agradablemente. Así en el caso de aquel
Ticio, que era muy aficionado a jugar a la pelota, y además tenía fama de
romper de noche las estatuas sagradas, preguntando sus compañeros por qué no
venía al campo, le excusó Vespa Terencio, diciendo que tenía un brazo roto. Los
llamados decidores sobresalen principalmente en este género, pero aún hay otros
chistes que provocan más la risa. El equívoco agrada por ser muestra de ingenio
poder tomar la palabra en diverso sentido de aquel en que los demás la toman.
Pero esto mueve más a admiración que a risa, a no ser que se dé la mano con
otro género de ridículo.
»Recorreré
estos otros géneros. Ya sabéis que uno de los más frecuentes es el decir una
cosa cuando se espera otra, porque entonces nuestro mismo error nos mueve a
risa. Y si a esto se añade el equívoco, aún tiene el chiste más gracia.
También
es de muy buen efecto en una disputa arrebatar al adversario sus palabras y
herirle con sus propias armas, como hizo Cátulo contra Filipo. Pero como son
muchos los géneros de ambigüedad, y difícil de compendiar su doctrina,
convendrá observar y atender a los vocablos para evitar todo lo que parezca
frío y rebuscado, y limitarnos a lo que tenga verdadera agudeza.» Otras veces
está la gracia en una pequeña alteración, a veces de una sola letra, en la
palabra. A esto llaman los Griegos «paranomasia;» así Catón llamaba a Nobilio, Mobilio.
También la interpretación del nombre tiene agudeza cuando sirve para el
ridículo. Así dije yo, hace poco, que el divisor Nummio había conquistado
renombre en el campo Marcio como Neoptolemo delante de Troya. Muchas veces se
cita por donaire algún verso, ya tal como es, ya un poco alterado, ya alguna
parte de verso, como hizo Estacio con Escauro en aquella disputa, de la cual
dicen que nació la ley de ciudadanía de Craso: «Callad; ¿a qué esos gritos? ¿Por
qué tenéis tanta arrogancia los que no conocisteis padre ni madre? Deponed esa
soberbia.» Como estos dichos pierden la gracia en mudándose las palabras, deben
considerarse como chistes de vocablo y no de sentencia. Hay otro género, y no
insulso, que consiste en tomar las palabras en su valor literal, y no en el que
les da el que habla. De este género es lo que tú, Craso, respondiste, no ha
mucho, a uno que te preguntaba si te sería molesto el que fuera a visitarte
antes del amanecer. «No me serás molesto,» le respondiste. «Mandarás que te
despierten,» añadió él. Y tú: «Si te he dicho que no me serías molesto...»
También tuvo gracia aquel dicho de Lucio Porcio Nasica al censor Caton, cuando
le preguntaba éste: «Según tu voluntad, ¿tienes mujer? -No, según mi voluntad»
contestó. Estos chistes son fríos cuando no son inesperados.
Es
natural, como antes dije, que nos haga gracia el error en que caemos, y suele
hacernos reír el ver burladas nuestras esperanzas. Son también chistes de
palabra los que se toman de alguna alusión, traslación o inversión de vocablos.
De alusión, vg., cuando Marco Servilio quiso oponerse a la ley de Rusea sobre
la edad que debía tenerse para las magistraturas: «Dime, Marco Pinario, si
afirmo algo contra ti, ¿me contestarás con injurias como a los otros?» «Según
siembres, así cogerás,» le respondió Pinario. Por traslación, como Escipion el
Mayor respondió a los de Corinto que querían levantarle una estatua en el sitio
donde estaban las de los otros generales, «que no le agradaban las estatuas en
escuadrones.» A veces se invierten las palabras, como hizo Craso defendiendo a
Acúleo ante el juez Mareo Perpenna. Era defensor de Gratidiano, Lucio Elio
Lámia, hombre tan feo como sabéis, y habiendo interrumpido a Craso, dijo éste:
«Oigamos a ese hermoso mancebo.» Riéronse todos, y Lámia continuó: «No puedo yo
darme hermosura, pero sí ingenio. -Oigamos, pues, a ese hombre tan sabio,»
continuó Craso; y todavía fue mayor la risa. Dije antes que estos recursos
valían así en lo grave como en lo serio, pues aunque la materia de lo cómico
sea distinta de la de los discursos graves, la forma de unos y otros es la
misma. Adornan mucho la oración las palabras en sentido contrario. Así Servio
Galba, acusado por el tribuno de la plebe Lucio Estribonio, escogió por jueces
a sus familiares y amigos, y diciéndole Libon: «Oh Galba, ¿cuándo sales de tu
triclinio? -Cuando tú salgas de la alcoba ajena,» le respondió.
»De
los chistes de palabra creo haber dicho bastante: los de cosas son más y
excitan más la risa, sobre todo cuando entra en ellos la narración (cosa
bastante difícil). Porque han de expresarse y ponerse a la vista las cosas de
tal manera, que parezcan verosímiles, lo cual es propio de la narración, y
además es necesario que los hechos que se narran sean materia acomodada a la
risa. Pondré un ejemplo brevísimo, el mismo que antes cité, el de Craso contra
Minucio. En este género debe incluirse también la narración de apólogos. Tómase
a veces algo de la historia, como cuando Sexto Ticio decía que él era otra
Casandra: «Yo, dijo Antonio, puedo nombrar a tus muchos Ayaces o Oiléos.» Otras
veces el chiste es de semejanza, comparación o imágen. De comparación: siendo
Galo testigo contra Pison, y censurando al prefecto Magio por haber recibido
una gran cantidad de dinero, lo cual Escauro no quería admitir, alegando la
pobreza de Magio: «Te equivocas, oh Escauro, le dijo, porque yo no afirmo que
Magio conserve ese dinero, sino que le sepultó en su vientre, como hace un
hombre desnudo que recoge nueces.» Y Marco Cicerón el viejo, padre de este
excelente amigo nuestro, solía decir que nuestros conciudadanos eran parecidos
a los esclavos sirios, que en cuanto saben un poco de griego, son peores.
También tienen gracia las alusiones a deformidades o vicios corporales, porque
suelen indicar alguna mala cualidad de ánimo. Tal es aquel dicho mío contra
Elvio Mancia: «Demostraré quién eres, le dije. -Muéstralo, pues, me replicó.» Y
yo señalé con el dedo a un Galo pintado en el escudo címbrico de Mario, bajo
las tiendas nuevas, torcido, con la lengua fuera y caídas las mejillas.
Riéronse todos, porque la semejanza con Mancia era completa. Otra vez dije a
Tito Pinario, que se torcía la barba al hablar: «Di lo que quieras, después que
hayas quebrado esa nuez.» También son chistosas las ponderaciones que se hacen
para ensalzar o deprimir alguna cosa. Así tú, Craso, dijiste ante el pueblo que
Minucio se tenía por tan grande, que cuando pasaba por el foro, bajaba la
cabeza para no tropezar con el arco de Fabio. Del mismo género es lo que
cuentan que dijo Escipion ante Numancia, enojado con Cayo Metelo: «Si la madre
de éste pare por quinta vez, parirá de fijo un asno.» También tiene agudeza el
indicar brevemente, y a veces con una sola palabra, una cosa oscura. Habiendo
ido Publio Cornelio, que pasaba por hombre avaro y rapaz, pero muy fuerte y
buen general, a dar las gracias a Cayo Futiricio, porque siendo enemigo suyo le
había hecho cónsul en tiempo de una grande y peligrosa guerra: «No tienes por
qué darme gracias, le contestó Fabricio; quise, más ser hurtado que puesto en
venta.»