Una
vida nerviosa
Por Juan
Manuel de Prada
De
acá
Un
profesor universitario amigo me confiesa desolado que una amplia mayoría de sus
alumnos son por completo incapaces de leer un libro; y que, entre los pocos que
afrontan su lectura, sólo un puñado puede comprenderlo. Aunque recomienda
a lo largo del curso diversas lecturas que complementan sus apuntes, cuando
llegan los exámenes comprueba que casi nadie ha seguido su recomendación; y
los pocos alumnos que le comentan los libros recomendados suelen ser pícaros
que recopilan en interné cuatro reseñas birriosas, en un esfuerzo estéril por
camelarlo. Pero nada ha conturbado tanto a mi amigo como un episodio que le
aconteció recientemente: un alumno le solicitó permiso para grabar en vídeo sus
clases; como mi amigo se resistía a aceptar, temeroso sobre todo del destino
que luego pudieran correr tales grabaciones (que ya imaginaba divulgadas en
youtube y, por supuesto, utilizadas para escarnecerlo), el alumno le
confesó atribulado que era incapaz de estudiar sus apuntes, porque apenas se
ponía a leerlos perdía la concentración. Sólo contemplando el vídeo de
sus clases podía llegar a aprender y memorizar las lecciones. Asustado, mi
amigo preguntó a su alumno cómo lograba, entonces, estudiar las demás
asignaturas; y el alumno le confesó que mediante el mismo método, asegurando
que por interné se pueden encontrar numerosos vídeos y presentaciones de
PowerPoint que permiten ir aprobando a cualquier universitario remolón, aunque
sea sin excesiva brillantez.
Mi
amigo no es hombre abstruso ni alambicado; se expresa en un español
correctísimo, incluso levemente ‘didáctico’, y apenas recurre a las
oraciones subordinadas cuando expone sus lecciones. Sucedía, sin embargo, que
su alumno era incapaz de mantener la atención fija; era incapaz de entender los
razonamientos más elementales; era incapaz de seguir el hilo de un relato escrito.
Mi amigo se quedó perplejo y horrorizado ante su confesión; y al
principio no supo si expulsarlo de clase con cajas destempladas o concederle
que grabase su lección. Pero pensó que ambas soluciones eran improductivas;
así que citó al alumno en su despacho, en un intento de comprender mejor las
causas de su deterioro cognitivo. El alumno acudió contrito al despacho de mi
amigo, como quien acude al confesionario, y en varias conversaciones le
reconoció que toda su vida, desde que se levantaba hasta que se acostaba,
estaba ligada a los diversos cacharritos y artilugios que le permitían
mantenerse on line con amigos y allegados: guasapeando, tuiteando,
intercambiando vídeos, hablando por el skype, a veces con varios a la vez, en
un intercambio excitante.
Inevitablemente,
el cerebro de aquel muchacho había acabado por acompasarse a esta vida nerviosa
y aturdidora, entretejida de impresiones fugaces y asediada de estímulos
cambiantes. Su atención se había acabado convirtiendo en un pájaro enjaulado
que salta a cada instante de uno a otro balancín, por no detenerse nunca a
considerar que está encerrado. Su repudio de la letra impresa era una
consecuencia natural de ese aturdimiento; no podía entender un razonamiento
mínimamente complejo por la sencilla razón de que su cerebro se exasperaba
tratando de hilvanar sus proposiciones, tratando de desentrañar el significado
de sus palabras, y buscaba los mensajes inmediatos, netos, ramplones: las
consignas, los apóstrofes, los enunciados más sencillos que le permitiesen
saltar de inmediato a cualquier otra simpleza que irrumpiese, a modo de
relámpago fugaz, en su cerebro. Todo ello envuelto en una especie de ansiedad
eufórica, como si el acopio incesante de estímulos fuese la droga que su
cerebro necesitaba para no perecer del todo, o para vivir esa vida sin poso ni
reposo, sin cognición ni discernimiento, una vida a modo de incesante carrusel
de novedades huidizas en la que no hay tiempo para leer, ni para meditar, ni
para conversar, ni para rezar, ni para amar, ni para hacer ninguna de las cosas
que hasta hace poco nos distinguían como humanos. Una vida descerebrada
y desalmada, ligada a una pantalla táctil, que tal vez sea el paso previo (y
tal vez sin retorno) a nuestro internamiento en la trituradora, allá donde
formaremos la papilla humanoide que conviene a los nuevos tiranos.
Porque
cada vez resulta más evidente que esta vida nerviosa es el cimiento de una
nueva esclavitud, mucho más aberrante que ninguna otra que la haya precedido:
una esclavitud de esclavos eufóricos, ansiosos de su droga, felices con su
droga… ¡Y con título universitario!
Juan
Manuel de Prada,
11
de octubre de 2015