“Otro
testimonio convergente con el del gaucho Hudson podrían ser las palabras de
fray Agustín Gemelli, rector de la Universidad Católica de Milán, a un grupo de
estudiantes y profesores españoles (El Debate, 1931). La verdadera
apologética—dijo más o menos el sabio franciscano—, o es la genuina ciencia
sagrada, o es alguna de las ciencias profanas cultivada a fondo, que siendo
mucha ciencia siempre llega a Dios, según la profunda palabra del canciller
Bacón. La otra apologética, yo no creo mucho en ella, dijo Gemelli.
Y
es que en la primera literatura cristiana, los apologéticos de Tertuliano,
Lactancio y Orígenes eran verdaderas defensas, como lo pide la etimología (opologuéomai), contra adversarios
verdaderos, a los cuales se rebatía a veces verdemente, al mismo tiempo que se
les proporcionaba noción somera, maguer fuese aproximada o metafórica, de los
misterios cristianos por ellos mal entendidos. Esta suerte de apologética
genuina y primitiva ha sido practicada en nuestros días durante casi todo el
curso de su larga y fecunda vida por el magno periodista que fue G. K.
Chesterton, por ejemplo, controversista genial, humoroso y amable, que se dio
el quehacer de enseñar a sus paisanos el catecismo patas arriba, el catecismo
en negativo, es decir, a través de las gansadas suavemente jocosas que él
atrapaba alegremente en los que no saben el catecismo… “What they don’t know”, como él decía. Esta es una de las dos
grandes apologéticas genuinas que existen: la polémica acerada, cortés y
mortal como un duelo, con adversarios existentes de igual categoría al
apologeta. Su género es controversia. Llamémosla apologética aplicada o
artística”.
Padre
Castellani, “Sobre buena y mala apologética”, “Nueva crítica literaria”.