Hay,
no obstante, algo más profundo que todo eso en el asunto, y tanto el perro como
yo estamos demasiado amodorrados para interpretarlo. Él está echado delante
mío, enroscado delante del fuego, como tantos otros perros se habrán echado
delante de tantos otros fuegos. Yo estoy sentado a un costado del hogar, como
tantos otros hombres deben haberse sentado al lado de tantos otros hogares. En
algún modo, esta criatura ha completado mi hombría. Por algún motivo, que no
puedo explicar, un hombre debería tener un perro. Un hombre debería tener seis
piernas: esas otras cuatro son parte de él. Nuestra alianza es más antigua que
ninguna de las explicaciones presuntuosas y ligeras que se hayan dado sobre
cualquiera de nosotros dos; antes de que existiera la evolución, ya existíamos
nosotros. Ustedes pueden leer en un libro que yo soy una mera supervivencia de
una confusión de monos antropoides, y puede que lo sea. Les aseguro que no
tengo objeción alguna. Pero mi perro sabe que soy un hombre, y ustedes no
encontrarán el significado de esa palabra escrito en ningún libro con tanta
claridad como está escrito en su alma.
Gilberto
K. Chesterton, “Tener un perro”, 1909. Aproximación
a Chesterton.