GILBERT K. CHESTERTON
En mi última mañana en
la costa de Holanda, cuando sabía que en unas horas estaría en Inglaterra, me
fijé en uno de los relieves góticos que abundan en Flandes. No sé si era muy
antiguo, aunque desde luego estaba deteriorado e indescifrable y ciertamente
era del estilo y de la tradición de la alta Edad Media. Parecía representar
hombres doblándose (por no decir retorciéndose) sobre determinados oficios
elementales. Unos parecían ser marineros cazando cabos; otros, creo, estaban
segando; otros estaban vertiendo enérgicamente algo de un sitio a otro. Esto es
totalmente característico de las pinturas y los relieves de principios del
siglo XIII, quizá la época más puramente vigorosa de toda la historia.
Los grandes griegos
prefirieron representar a sus dioses y a sus héroes sin hacer nada. Siendo su
compostura espléndida y filosófica, siempre hay un matiz que recuerda al amo de
muchos esclavos.
Pero si algo les
gustaba a los medievales era representar a la gente haciendo algo: dedicados a
la caza o a la cetrería o remando en un barco o pisando la uva o haciendo
zapatos o cocinando en una cacerola. Quicqui dagunt homines votum timor ira
voluptas. (Cito de memoria.) La Edad Media está llena de ese espíritu en
todos sus monumentos y manuscritos. Chaucer lo conserva en su jovial
insistencia en el tipo de oficio y labor de cada personaje.
Era la primera y la más
joven resurrección de Europa, el tiempo en el que el orden social se estaba fortaleciendo
pero sin haberse vuelto todavía opresivo, el tiempo en el que la fe religiosa
era fuerte pero aún no se había exasperado.
Por este motivo, el
efecto de los relieves griegos es totalmente diferente al de los góticos. Las
figuras en los mármoles del Partenón, aunque a menudo alzan sus corceles un
instante en el aire, parecen congelados para siempre en ese instante perfecto.
Pero un relieve
medieval parece en realidad una especie de batiburrillo o rebullicio en piedra.
A veces uno no puede
evitar la sensación de que los grupos se están moviendo y mezclando, y toda la
fachada de la grandiosa catedral tiene el zumbido de una colmena colosal.
Pero estas figuras en
particular presentaban una peculiaridad sobre la cual yo no podía estar seguro.
Las cabezas que se conservaban eran muy curiosas, y me parecía que tenían la
boca abierta. No sé si significaba algo o era un accidente propio de un arte
primerizo; pero, mientras reflexionaba, caí en la cuenta de que el canto estaba
relacionado con muchas de las tareas ahí representadas, de que existían
canciones para segadores cuando siegan y canciones para marineros cuando cazan
los cabos.
Todavía estaba pensando
en este problema, cuando, recorriendo el muelle de Ostende, escuché a unos
marineros articulando un grito medido a la vez que trabajaban. Recordé que los
marineros todavía cantan a coro mientras trabajan y cantan, incluso, distintas
canciones según qué faena estén haciendo. Y un poco después, terminada mi
travesía marítima, la contemplación de los hombres trabajando en los campos
ingleses, me recordó de nuevo que todavía hay canciones de siega y canciones
para otras muchas labores del campo.
Y de repente me
pregunté por qué es (si es que es así) absolutamente inaudito que algún oficio
o negocio moderno tenga una poesía ritual. ¿Cómo llegó la gente a cantar poemas
toscos mientras recogía ciertos frutos o cazaba ciertos cabos, y por qué nadie
hace lo propio mientras produce las cosas de hoy? ¿Por qué un periódico moderno
nunca es editado por gente que cante a coro? ¿Por qué los tenderos cantan tan
poco, si es que lo hacen alguna vez?
Si los segadores cantan
mientras siegan, ¿por qué no deberían los auditores cantar mientras auditan y
los banqueros mientras banquean? Si hay canciones para cada una de las cosas
que hay que hacer en un barco, ¿por qué no hay canciones para cada una de las
cosas que hay que hacer en un banco? Mientras el tren de Dover atravesaba los
huertos de Kent, yo intenté escribir unas canciones apropiadas para los señores
que se dedican al comercio. Así, los oficinistas de los bancos, en el trabajo
de sumar las columnas, podrían comenzar con un atronador coro en alabanza a la
suma simple.
¡Ánimo a todos! ¡Fuera
pereza! hay muchos cálculos que realizar. Los astros gritan: —’Dos más dos, cuatro’.Y
aunque reinos y credos caigan, y aunque arruinados lloremos, y aunque rujan los
sofistas…, ¡son cuatro!
También, por supuesto,
se necesitaría otra canción para tiempos de crisis financiera y coraje, una
canción con unos versos más fieros y pavorosos, como un galope de caballos en
la noche:
¡Alerta!
El director perdió el
timón, el secretario bebe ron,y la campana a la tripulación reclama en la
cubierta para bregar…
¡Alerta!
De nuestro barco (o entidad financiera) defenderemos los pendones
De nuestro barco (o entidad financiera) defenderemos los pendones
hasta que la leyenda
refiera que disparó sus cien cañones por banda…,antes de que se hundiera…
Al entrar en la nube de
Londres, me encontré con un amigo que, precisamente, trabaja en un banco, y
sometí a su consideración el uso por parte de sus colegas de estas mis
sugerencias poéticas. No se mostró muy ilusionado con el asunto. No era –me
aseguró- que despreciase los versos ni que lamentase en ningún sentido su
tosquedad. No; era más bien un algo indefinible en el ambiente en que vivimos
que hace espiritualmente muy difícil que en los bancos se cante. Y creo que mi
amigo debe de tener razón, aunque el asunto es muy misterioso. Además, creo que
debe haber algún error en las previsiones de los socialistas, porque ellos le
echan la culpa de todas nuestras aflicciones no a un tono moral, sino al caos
de la empresa privada. Pues bien, los bancos son privados; pero el Servicio de
Correos es público: en consecuencia, debería esperarse que, conforme a su
naturaleza, Correos acogiera con entusiasmo la idea colectivista de un coro.
Imagínense mi sorpresa cuando la señora que atiende la oficina de correos de mi
barrio, al animarla yo a cantar, rechazó la idea de una manera mucho más fría
que el oficinista bancario. Es más, ella parecía estar considerablemente más
depresiva que él. Por si alguien pudiera suponer que esto era efecto directo de
los versos, considero justo decir que el «Himno del Servicio de Correos» decía
así:
Caen cartas sobre
Londres como cae la nevada; y, como el raudo rayo, se entrega el telegrama.Son
noticias que anuncian la boda de una dama o que una dulce anciana ha sido
asesinada.CORO (con ritmo enérgico y alegre) O que una dulce anciana ha sido
asesinada.
Y cuanto más pensaba
sobre el asunto, más tristemente seguro estaba de que las cosas más típicamente
modernas no pueden ser hechas cantando a coro. Uno no podría ser un financiero
importante y cantar, porque la esencia de un financiero importante es estarse
callado. Ni si quiera se puede en la mayoría de los círculos modernos ser un
hombre público y cantar, porque la esencia de un hombre público es hacer casi
todo en privado. Nadie se imagina un coro de prestamistas. Todo el mundo conoce
la historia de aquel cuerpo de voluntarios formado por abogados que, cuando el
coronel en el campo de batalla ordenó: “¡Carguen!”, dijeron al unísono: “Son
seis chelines con ocho peniques”. Los hombres pueden contar mientras cargan
militarmente, pero no si cargan en sentido crematístico.
Y al final de mis
reflexiones, no he llegado más que al mismo sentimiento subconsciente de mi
amigo, el oficinista bancario: hay algo espiritualmente sofocante en nuestra
vida, no exclusivamente en nuestras leyes, sino en toda nuestra vida. Los
oficinistas bancarios carecen de canciones no porque sean pobres, sino porque
están tristes. Los marineros son mucho más pobres. Volviendo a casa, pasé por
un pequeño edificio de latón perteneciente a alguna agrupación religiosa, que
estaba siendo sacudida por un griterío del mismo modo que vibra una trompeta
con su propia música. Al menos allí estaban cantando; y yo tuve por un instante
una idea que ya había tenido antes: que sólo encontramos lo natural en lo
sobrenatural. La naturaleza humana se siente perseguida, y se ha refugiado en
lo sagrado.