LA
CONVERSIÓN DEL PAPA
(DE
ROBERTO BROWNING)
Por
Giovanni Papini
Ninguno
de los autógrafos inéditos que se hallan en la colección Everett, ahora
propiedad mía, me invita más frecuentemente a una nueva lectura que el poemita
de Roberto Browning. Fue Browning menos célebre que Cervantes y que Goethe,
también de éstos tengo manuscritos en mi caja fuerte portátil, pero me doy
cuenta de que estoy más próximo a él que a los otros. Se trata de uno de los
imaginarios soliloquios que figuran entre los más felices inventos del poeta, y
me asombra que jamás lo haya publicado. Su título es extraño: La Conversión del
Papa. Creo que es una idea genial. En el poema habla el hijo único de un ignoto
hereje bohemo de la Edad Media, hereje a quien Browning llama Jan Krepuzio; por
haber profesado públicamente algunas teorías blasfemas sobre los motivos de la
Redención, la Inquisición lo hizo apresar, torturar y finalmente fue quemado
vivo en una plaza de Praga. Su hijo, el niño Aureliano, fue escondido en Alemania
por algunos parientes lejanos, pero jamás pudo olvidar el fuego que había
consumido a su padre. Una vez adulto y libre decidió vengarse de la Iglesia de
Roma, empleando un nuevo sistema de venganza jamás ideado por otro. Con nombre
fingido se fue a un convento de Milán, y solicitó ser recibido como hermano
lego. Su obediencia y bondad le valieron el premio deseado se le recibió entre
los novicios. Su celo por la vida monástica y por la Sagrada Teología pareció
ser tan ardoroso y sincero, que al cabo de sólo tres años fue ordenado
sacerdote. Obtuvo entonces ser enviado a predicar la verdad católica a países
de infieles y cismáticos, y con su palabra y ejemplo logró convertir a ciudades
enteras. Fue encarcelado por los
enemigos de la verdadera fe, pero pudo huir de entre sus manos, y hasta se dijo
que lo logró con la ayuda de un ángel. Su nombre llegó a oídos del Pontífice
reinante, que lo llamó a Italia y le confirió un obispado. También como obispo
y en breve tiempo, llegó a ser famoso en los pueblos. La austeridad de sus
costumbres en medio de un clero corrompido, la victoriosa elocuencia de su
palabra, la perfecta ortodoxia de sus enseñanzas teológicas, todo hizo de él
uno de los prelados más ejemplares e ilustres de su siglo. Pero esto no le
bastaba, precisaba obtener otros honores y dignidades para consumar la venganza
premeditada. En sus vigilias jamás olvidaba la hoguera en la que habían hecho
arder a su padre, según él injustamente. Debía vengarlo, en forma diabólica y
clamorosa, precisamente en la capital de la Cristiandad, en Roma, en San Pedro.
La palidez de su demacrado rostro era atribuida al ascetismo de su vida, pero
en realidad no era más que el reflejo de su prolongado rencor, era el efecto de
una fatigosa y perpetua simulación. Murió el anciano Papa y se eligió a otro
que había conocido y admirado a Aureliano, y en el primer consistorio lo creó
cardenal. Aureliano ya se veía próximo a la meta, y su ardor apostólico en pro
de la Iglesia se acrecentó más y más. Fue Legado Pontificio, Doctor en un
Concilio y Cardenal de Curia; en todo ello demostró ser un infatigable defensor
de los dogmas y de los derechos de la Iglesia Romana. Ya casi era anciano, pero
el alucinante pensamiento de la venganza no lo dejaba ni de día ni de noche.
También fue alcanzado por la muerte el Papa protector suyo, y en el cónclave
subsiguiente Aureliano fue elegido Vicario de Cristo, obteniendo la unanimidad
de los sufragios. Aun entonces supo ocultar su inmenso gozo bajo la máscara de
una tranquila humildad. Ya estaba próximo el gran día por él esperado y deseado
secretamente durante dolorosos años de forzada comedia. Había sido elegido a
comienzos de diciembre; entonces anunció al Sacro Colegio y a la Corte del
Vaticano que la ceremonia de su coronación se realizaría la noche misma de
Navidad. Desde muchísimo tiempo antes había planeado y soñado la inaudita
escena: después del Pontifical, después de haberse realizado todos los ritos de
la coronación, dueño ya de los privilegios y de las prerrogativas del Supremo
Magisterio como cabeza infalible de la Iglesia Docente, entonces se pondría de
pie para hablar al clero y al pueblo, y en el silencio solemne de la máxima
basílica pronunciaría finalmente las tremendas palabras que vengarían para
siempre al padre inocente. Diría que Cristo no era Dios, que había sido un
pobre bastardo, un pobre poeta iluso víctima de su ingenuidad, y finalmente,
aquí haría resonar su voz como un desafío satánico, finalmente, con el sello de
su autoridad proclamaría que Dios jamás había muerto porque jamás había
existido. ¿Cuál habría sido el efecto causado por tan espantosas blasfemias,
brotadas de los labios de un Pontífice Romano? Tal vez, después del primer
momento de estupor ¿lo habrían reducido, gritando que era un loco? ¿Lo habrían
hecho pedazos sobre la tumba de San Pedro? No se preocupaba mucho por ello; la
voluptuosidad brindada por tan estupenda venganza jamás tendría un precio
demasiado elevado. Llegó la vigilia de Navidad y anocheció. Todas las campanas
de Roma tañían a fiesta, ríos humanos de nobles y plebeyos marchaban a la Plaza
de San Pedro, llenaban el gran templo que parecía ser una inmensa cavidad
luminosa, para poder asistir a la fastuosa ceremonia que celebraba
simultáneamente el Nacimiento de Dios y la coronación de su Vicario en la
tierra. Desde una sala de su palacio Aureliano miraba y escuchaba. Veía aquellas
multitudes de fieles gozosos y confiados, oía sus cánticos de Navidad, sus
laudos, sus himnos, y en todos ellos se transparentaba una sencilla pero
infinita esperanza en el Divino Infante, en el Salvador del mundo, en el
Consuelo de los pobres, de los perseguidos y llorosos. Y en aquel instante, en
aquella sala donde el nuevo Papa se había encerrado, solo, para concentrar sus
pensamientos y sus fuerzas, sucedió algo que jamás fue conocido por otros, se
realizó el inesperado y providencial milagro: el pensamiento de toda aquella
pobre gente que corría hacia él, que creía en él porque había creído en sus
palabras, ese pensamiento lo burló, lo conmovió, lo sacudió y arrastró consigo.
Experimentó un escalofrío, se sintió agitado por un temblor, le pareció que una
luz jamás vista invadía la gruta oscura de su alma. Repentinamente se sintió
inundado y vencido por una dulzura aniquiladora jamás experimentada en su larga
vida, por una ternura infinita hacia todas aquellas almas simples, infelices y
sin embargo felices, que creían en Cristo y en su Vicario, y súbitamente, el
nudo negro y gravoso de la anhelada venganza se deshizo, se cortó, se disolvió
en un llanto continuo, desesperado, que le quemaba los ojos y el corazón, que
consumía su interior más que una llama viva. El nuevo Papa se postró sobre el
mármol del pavimento, y oró de rodillas, oró por vez primera con abandono total
del alma, con toda la sinceridad de la pasión, como nunca había orado en toda
su vida. El viento impetuoso de la Gracia lo había derribado y vencido en el
último instante. Hasta el mismo dolor del remordimiento por su infame pasado de
fingimiento, de engaño y duplicidad, le parecía un consuelo inmerecido, un
consuelo divino. Aquel dolor quemante lo podría acompañar hasta la muerte, pero
purificándolo, salvándolo de la segunda muerte. Cuando los ayudantes y acólitos
penetraron en la sala precedidos por el Cardenal Decano, hallaron al nuevo Papa
arrodillado, hecho un mar de lágrimas, y se sintieron grandemente edificados.
Concluido el solemne rito de la coronación, el Pontífice quiso hablar al
pueblo. Habló de Cristo y de su nacimiento en Belén, habló de la Madre Virgen,
de los ángeles y los pastores, y lo hizo con tal calor de afecto que todos los
oyentes, hasta los viejos cardenales apergaminados en su púrpura, lloraron como
hijos que finalmente encuentran al padre a quien creían perdido. Y muchas
mujeres, al salir de la Basílica iluminada a la oscuridad de la ciudad,
afirmaron que al cabo de siglos un verdadero santo había ascendido a la Cátedra
de San Pedro.
De “El Libro negro”,
por Giovanni Papini.