Enfermó la mujer de un labrador y él mandó llamar
a un médico. Éste manifestó algún recelo al pago de sus honorarios y el
labrador le dijo ante testigos:
—No tenga usted cuidado; cinco onzas de oro tengo. Tanto si mata usted a mi mujer, como si la cura, será pagado.
Murió la labradora y al cabo de unos días se presentó el médico a reclamar lo que le correspondía, y el labrador le dijo:
—Aquí me tiene usted pronto a cumplir mi promesa. Pero, antes, déjeme que le haga un par de preguntas delante de los presentes. Dígame la verdad: ¿mató usted a mi mujer?
—No por cierto —respondió con viveza el médico.
—Me alegro. ¿La curó usted?
—Desgraciadamente, no.
—Pues si no la curó ni la mató, nada le debo.
Dos médicos hablan en la calle. A poco para ante
ellos un caballero. Uno de los facultativos le saluda y después dice a su
colega:
— ¿Ves a ese hombre?
—Sí.
—Pues aún no hace ocho días me pagó tres mil pesetas por haberle curado por completo.
— ¿Qué tenía?
—Pues eso… Tres mil pesetas.
«Mi querido doctor: Proclamo públicamente su éxito en la reducción
de mi fractura.
» ¿No podría hacer algo para la reducción de la factura?
«Suyo affmo
Alphonse Allais».
» ¿No podría hacer algo para la reducción de la factura?
«Suyo affmo
Alphonse Allais».
«No hay que dudar… Está yerto…
Ya expiró», dijo el doctor;
y el enfermo: «No, señor.
No es verdad, que no estoy muerto».
El médico, que lo oyó,
mirándole con desprecio
le replicó: «Calle el necio.
¿Querrá saber más que yo?»
Ya expiró», dijo el doctor;
y el enfermo: «No, señor.
No es verdad, que no estoy muerto».
El médico, que lo oyó,
mirándole con desprecio
le replicó: «Calle el necio.
¿Querrá saber más que yo?»