LA IDIOTA
Si de alguna precisión terminológica nos valemos, la
palabra idiota tiene la suya, y se remonta a las fuentes
lingüísticas de la vieja Hélade. De acuerdo con las mismas, parece ser que el
término comenzó designando al sujeto egoísta, en quien los negocios particulares
superaban a las preocupaciones por la polis o simplemente por
el prójimo. El provecho privado era el centro de sus intereses y el bien común
le era ajeno.
El idiota, en suma, resultaba ser un ignorante de lo esencial y un desdeñador de lo perenne; y resultaba a la par, y en consecuencia, un espíritu tosco e indocto apegado a las satisfacciones de sí mismo y al mundillo de lo trivial. Era, además, no propiamente un iletrado, pero sí un personaje impío cuanto plebeyo. Su peligrosidad —evidente otrora y ahora— se acentúa y se subraya si por algún arcano el idiota pasara a ocupar funciones o cargos de pública responsabilidad.
Encabalgada en la semántica, la psicopatología hizo lo suyo, llamando idiota al que padece un retraso mental, con otros tristísimos rasgos asociados: la desmemoria, el enanismo y el cretinismo, por citar los más desgarradores y también los más simbólicos. No hizo falta que el vulgo leyera a los grandes tratadistas de semejante mal para aplicar el término a quien popularmente cuadrara, según el sentido común. Pero por si acaso todo el mundo creyera saber lo que es un idiota, no está de más recordar estas precisiones que proceden de la política primero y de la ética y la psiquiatría después.
Se hacía necesario el introito, porque a raíz de que el abyecto Mauricio Macri premiara como personaje destacado de la cultura a un multimediático degenerado, otro de su misma laya —con diferencia de crines y de lípidos, conste— ha invitado a un colectivo rasgamiento de vestiduras aduciendo que se premiaba a la idiotez; y que él —como filósofo oficial del kirchnerismo— no lo podía permitir sin imprecaciones y vagidos múltiples. El espectáculo protestatario de José Pablo Feinmann, el zaparrastroso sofista cristínico, desgranando sus lamentaciones ante el vejamen al pensamiento que acababa de perpetrarse, compitió en paridad de impudicia con el bailongo de la gárgola, cuya especialidad convirtió en denostable premiado a quien hasta ayer nomás era un socio activo y rentable del modelo nacional y popular. Dos obscenidades confrontaban así su valía, en una puja de testas que semejan trastes y de glúteos que ofician de mollera.
Lo cierto es que, por el camino trazado por las nobles etimologías, nada más idiota que este gobierno y la señora que lo encarna y ejecuta. Hundir a la patria en el flagelo de la inseguridad y de la indefensión; humillar su señorío económico formando parte activa y lacayuna del mismo buitrismo que se declama combatir; perseguir a la fe católica y adulterarla luego en un trasvasamiento papolátrico oportunista; distorsionar el pasado y envasar al vacío la realidad presente; enajenar la soberanía política en un alineamiento atroz con el castro-chavismo; promover la contranatura del modo más insistente y aborrecible; fomentar la inmoralidad de las costumbres, arrancar los últimos vestigios del derecho natural y cristiano, propender a la guerra social continua, abrir las puertas a los delincuentes y encerrar de modo inicuo a los que combatieron al marxismo, sin más distinciones que las antojadizas sentencias de jueces serviles; glorificar al terrorismo setentista, trocando en próceres a los homicidas seriales; todo esto y un larguísimo recuento de iniquidades que podrían seguirse sin pausas, no constituyen lo peor del kirchnerismo. Lo que es mucho decir.
Lo peor —y he aquí el por qué llamamos con propiedad, idiota, a quien tamañas ruindades moviliza— es que estas desventuras públicas ilimitadas corren paralelas al enriquecimiento privado, al beneficio familiar, a los privilegios parentales, a las prebendas repartidas entre hijos y entenados, al latrocinio insaciable, al éxtasis de las cajas fuertes acumuladas en las mansiones del clan, a incontables actos de piratería consumados para la propia corona: la de la dinastía Kirchner, de la que algún día, no muy lejano, los verdaderos historiadores usarán inexorablemente como sinónimo de rapiña, codicia y estafa.
Ya que a los griegos mentamos en el origen de estas líneas, con los griegos cerremos. Del canto noveno de la “Odisea” es la referencia a los lotófagos, o comedores de loto; un pueblo desdichado del nordeste africano que por tener al mencionado alimento como ingesta excluyente había terminado por perder la memoria. Lo peor es que los hombres de Ulises, a fuer de compartir tan irrecomendable vianda, acabaron por olvidarse hasta de la misma patria a la que regresaban y del deber del retorno anhelado; si bien pronto halló el héroe cómo paliar tamaña amnesia, con la fuerza de su mando justiciero. También Herodoto, en el libro cuarto de sus “Historias”, refiere la existencia de esta raza dada al olvido y al exilio de la retentiva.
Que no nos suceda lo que a los lotófagos. Guardemos en la memoria los males de la idiotez hoy dominante y devastadora, para impedir que se repitan y, si fuera posible, para ponerles bozal y freno. Guardemos a la par en la memoria todo aquello que merezca ser evocado y convocado, por la potencia de su espíritu verdadero sin mancilla, y bueno sin fisuras y bello sin máculas ni arrugas. Entonces, como Ulises y sus navegantes, hallaremos el camino de regreso que conduce a la patria postergada.
Antonio
Caponnetto