Resentidos.
La
época en que la democracia era un sentimiento saludable y de impulso
ascendente, pasó. Lo que hoy se llama democracia es una degeneración de los
corazones.
A
Nietzsche debemos el descubrimiento del mecanismo que funciona en la conciencia
pública degenerada: le llamó ressentiment. Cuando un hombre se siente a sí
mismo inferior por carecer de ciertas cualidades —inteligencia o valor o
elegancia— procura indirectamente afirmarse ante su propia vista negando la
excelencia de esas cualidades. Como ha indicado finalmente un glosador de
Nietzsche, no se trata del caso de la zorra y las uvas. La zorra sigue
estimando como lo mejor la madurez en el fruto, y se contenta con negar esa
estimable condición a las uvas demasiado altas. El "resentido" va más
allá: odia la madurez y prefiere lo agraz. Es la total inversión de los
valores: lo superior, precisamente por serlo, padece una capitis diminutio, y
en su lugar triunfa lo inferior.
El
hombre del pueblo suele o solía tener una sana capacidad admirativa. Cuando
veía pasar una duquesa en su carroza se extasiaba, y le era grato cavar la
tierra de un planeta donde se ven, por veces, tan lindos espectáculos
transeúntes. Admira y goza el lujo, la prestancia, la belleza, como admiramos
los oros y los rubíes con que solemniza su ocaso el Sol moribundo. ¿Quién es
capaz de envidiar el áureo lujo del atardecer? El hombre del pueblo no se
despreciaba a sí mismo: se sabía distinto y menor que la clase noble; pero no
mordía su pecho el venenoso "resentimiento". En los comienzos de la
Revolución francesa una carbonera decía a una marquesa: "Señora, ahora las
cosas van a andar al revés: yo iré en silla de manos y la señora llevará al
carbón." Un abogadete "resentido" de los que hostigaban al
pueblo hacia la revolución, hubiera corregido: "No, ciudadana: ahora vamos
a ser todos carboneros."
Resentimiento.
Vivimos
rodeados de gentes que no se estiman a sí mismas, y casi siempre con razón.
Quisieran los tales que a toda prisa fuese decretada la igualdad entre los
hombres; la igualdad ante la ley no les basta: ambicionan la declaración de que
todos los hombres somos iguales en talento, sensibilidad, delicadeza y altura
cordial. Cada día que tarde en realizarse esta irrealizable nivelación es una
cruel jornada para esas criaturas "resentidas", que se saben
fatalmente condenadas a formar la plebe moral e intelectual de nuestra especie.
Cuando se quedan solas les llegan del propio corazón bocanadas de desdén para
sí mismas. Es inútil que por medio de astucias inferiores consigan hacer
papeles vistosos en la sociedad. El aparente triunfo social envenena más su
interior, revelándoles el desequilibrio inestable de su vida, a toda hora
amenazada de un justiciero derrumbamiento. Aparecen ante sus propios ojos como
falsificadores de sí mismos, como monederos falsos de trágica especie, donde la
moneda defraudada es la persona misma defraudadora.
Este
estado de espíritu, empapado de ácidos corrosivos, se manifiesta tanto más en
aquellos oficios donde la ficción de las cualidades ausentes es menos posible.
¿Hay nada tan triste como un escritor, un profesor o un político sin talento,
sin finura sensitiva, mordidos por el íntimo fracaso, a cuanto cruza ante ellos
irradiando perfección y sana estima de sí mismo?
Periodistas, profesores y políticos sin
talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia, que, como dice
Quevedo, va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Lo que hoy llamamos
"opinión pública" y "democracia" no es en grande parte sino
la purulenta secreción de esas almas rencorosas."