LOS REYES SON DE VERDAD
Antonio
Macía Serrano
Entre
los verdes tímidos que anunciaban una prometedora primavera, blanqueaba una
casita. El campo parecía inmenso bajo el fanal azul del cielo. Ni un disparo
quebraba la paz en las improvisadas trincheras. Los soldados comentaban aquella
calma.
—Es
que ni chistan.
—Tienen
miedo a que empiece el avance.
—
¡Y con las ganas que yo tengo de que vuelva a empezar!
—Pero,
¡hombre!, Pedro, ¿cómo dices eso?
—¿No
sería mejor que se rindieran?
—Si
fuera ahora mismo, sí. Si no... Mira, Juan, ¿tú ves aquella casa allá, junto al
repecho por el que sube una senda?...
Pedro
no pudo acabar. Juan, el cabo de la escuadra, tiró de él bruscamente,
diciéndole, gritándole:
—
¡Pero, vamos, hombre, tú estás chalado! ¡Túmbate, que te van a dar!
En
el suelo y mirando al frente, señalándole con su brazo extendido y el índice
como una flecha; los ojos húmedos y la boca seca, continuó:
—¿Tú
ves aquella casa?
—Claro
que sí. Con estos ojos.
—Aquella
casa es la mía. De allí pude escapar y pasarme a este lado, al de España. Allí
quedaron mi mujer, los abuelos y mi hijo, un niño de seis años. ¡Más de dos
años sin verle! ¡Ya será casi un hombre! ¿Y qué habrá sido de ellos?
Un
breve silencio cortó el diálogo, llevándose el hondo respirar del soldado.
—No
les habrá pasado nada. Y, desde luego, no estarán ahí, se habrán ido para la
retaguardia.
—Eso
si que no —interrumpió Pedro—. Al abuelo no hay quien lo arranque de ahí. Está
muy pegado a la tierra y, además, hemos avanzado tan rápidamente... ¡Sí, están
copados! Con cinco kilómetros más de avance y ya estaría con ellos —y acabó
suspirando y mirando al cielo.
—Amigo,
órdenes son órdenes... Y si has esperado dos años, menos te queda por esperar.
Pronto llegaremos.
Pedro
no le escuchaba. Sólo miraba aquel cielo azul, cándido y tenso, por el que
llegaba un villancico:
El Niño Jesús
- se marchó a la viña.
¿Qué recogerá?
- ¿Qué recogería?
El Niño Jesús
- marchó a la colina.
¿Qué recogerá?
¿Qué recogería?
—Esos
de la otra Compañía no se han olvidado de la Navidad y la siguen cantando.
—Como
que estamos en Reyes. Hace tres años, a mi niño, le trajeron un carro grande,
hermoso, y yo le dije que al año siguiente le traerían un caballo, un caballo
de cartón. Pero vino la guerra...
Se
calló porque en el aire siguió el cántico y lo escucharon.
Un racimo
halló - de la sangre viva.
Segando allí
estaban - recogió una espiga.
Marchó a
Nazaret - lo encontró María.
¿Qué traes
amor? - ¿Amor de mi vida?
—No
pienses más en eso. Pronto nos relevarán. Tomaremos unas copas y cantaremos
como ésos. Dentro de poco el avance y después te encontrarás con los tuyos.
—Tres
días faltan para Reyes, pero no llegaremos r.asta allí para que mi niño tenga
su caballo. Y los he visto bonitos, muy bonitos, en un bazar de Huesca. Otra
vez el villancico traspasó el aire en calma.
Prenda no
encontré - de tanta valía.
Traigo vino y
pan - de la Eucaristía.
Y
el soldado continuó consigo mismo:
—Si
avanzáramos, yo le compraría el caballo y se llevaría. Y si no avanzamos...
Casi
se levantó el cabo para decirle:
—
¡Deja ya de pensar en eso! ¡Te vas a volver loco! K ya estás hablando solo.
Un
disparo vibrante cortó el aire.
—Vaya,
que por poco te dan —le dijo otro soldado quilo y risueño mientras liaba un
cigarro.
En
la casita blanca, una patrulla, desde el amplio porche, miraba el frente.
—Jefe,
¿qué piensas hacer?
—Lo
que nos han mandado: Resistir, resistir..., es consigna.
El
que preguntó y el resto de la patrulla miraron al jefe. El más decidido,
encarándosele, le replicó:
—¿Y
con qué vamos a resistir? ¿Nos vienen pegando desde muchos kilómetros y ahora
vamos a resistir? Aquí, en esta casa y sólo una docena de hombres.
—
¡Hay que resistir!
—Lo
que no vamos es a poder escapar, aunque estamos dispuestos.
—El
que intente escapar, será fusilado. Yo mismo le dispararé.
—Bueno,
eso propiamente, no es fusilar, eso es...
—Pero
¡jefe!, si aquí es imposible aguantar, y encima, esa familia. Un viejo, una
vieja, una mujer y hasta el niño.
—Ya
he dado orden de evacuación.
Otro
de la patrulla soltó una carcajada al decir:
—Y
cualquiera obedece. Eso se dice muy bien. ¡Si estamos más que copados! De aquí
no hay quién salga.
—Aquí
aguantaremos, y no hay más que hablar.
Callaron
todos ante el gesto duro del jefe y al momento se sonrieron cuando vieron
salir por la puerta al niño gritando:
—
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!... La guerra... ¡Adelante los cañones!
—
¡Vaya! —exclamó con coraje el jefe—, ahora el niño.
—Ven,
chaval, y no juegues a eso —le dijo uno.
—Pronto
tendré un caballo, ¿sabes?, un caballo que me traerán los Reyes.
Ante
la sorpresa de todos, una ligera ironía se pintó en sus rostros, en tanto el
jefe preguntó casi con rabia:
—¿Quién
te ha dicho eso de los Reyes?
—Mi
madre, la abuela, el abuelo.
Cruelmente,
el jefe replicó:
—Los
Reyes no son más que una mentira. Los Reyes no traen regalos. Son los padres
que los compran.
—¿Y
no vienen de Oriente? ¿No les guía una estrella? ¿No van a Belén a adorar a un
Niño... —pregunta ingenuamente mirando a todos y desafiándoles seguro—... y en
el camino dejan regalos a los niños buenos? ¿Y no pasarán por aquí?
Desde
el fondo de la casa se oyó una voz angustia- que gritaba:
—
¡Pedrito! ¡Pedrito! ¿Dónde estás? Ven, hijo mío. —Anda, niño, vete con tu madre
y dile que los Reyes son una mentira.
Acudió
el perro, un perro viejo y gruñón que corrió lado del niño. Después se
marcharon los dos. Entonces los de la patrulla se miraron como si se les hubiese
roto una vieja ilusión nunca olvidada. Sobre el silencio que pesaba, sólo uno
se atrevió a decir:
—Jefe,
no le hable así al chico. De verdad es el único que tiene derecho a estar aquí.
Esta es su casa. Y en la casa de uno se puede hacer y decir lo que uno quiera.
Sobre todo cuando se dice inocentemente.
—Y,
además, el niño es muy simpático —añadió otro con sorna.
Era
en la mañana víspera de Reyes, cuando el cabo preguntaba inquieto:
—Pero
vamos a ver: ¿Cuándo le viste por última vez?
—No
sé si ayer o anteayer.
—¿No
tienes alguna idea de dónde puede estar?
No
le contestaba el soldado, cuando Juan, el cabo, insistió:
—Hace
por lo menos un día que yo no lo he visto, como que ya le han contado una
lista, y el capitán, ¿sabes?...
—A
lo mejor anda por las cocinas.
Se
encaminaron hacia ellas. Rancheros y pinches atendían a su quehacer,
canturreando entre ese alborozo que resulta siempre de preparar un rancho extraordinario,
el de la noche de Reyes.
—Muchachos:
¿No habéis visto por aquí a un tal Pedro Sánchez Roldán, uno que llaman «el
Gato»?
—Yo
no he visto gatos ni perros —dijo uno con risa burlona.
Pero
otro, solícito, contestó:
—«Me
creo» que ese chico se fue a la compra con el furriel.
—A
por el furriel.
Por
fin lo encontraron entre sacos de patatas y sangrantes corderos abiertos en
canal, montones de manzanas y garrafas de vino y aceite.
—¿No
sabes nada de un chico que le llaman «el Gato»? Dicen que fue contigo a la
compra.
—
¡Bueno está el peine! Bajó conmigo ayer a la plaza, fuimos al mercado, hice la
compra, quedamos en un bar. Es un tío fresco. Si me quedo allí esperándole,
¡bueno!, me quedo de estatua.
—¿Y
qué sabes más?
—Eso,
¿te parece poco? Que es un «guaja», se vino sin permiso y aún no ha aparecido
por aquí.
—No
creas; es un gran chico. Lo que pasa es...
—
¡Un gran chico!
Y
el furriel abrió tanto la boca, que a punto estuvo de caérsele el medio pitillo
pegado a la comisura de los labios. Abrió sus potentes y ennegrecidos brazos
por el humo y el sol, afirmando profético:
—El
capitán no opina lo mismo. Deserción al frente el enemigo. ¿Te parece poco?
—Iré
a ver al capitán —replicó Juan. Acompañado de Fernando, otro soldado de la escuadra,
desandaron el camino y se acercaban a la chala del capitán, cuando, de pronto,
le preguntó el soIdado:
—¿Tú
crees que vamos a conseguir algo?
—Por
lo menos intentar que espere un día para dar parte. Pedro vendrá.
—¿Y
lo saben el sargento y el teniente?
—Si
no lo supieran, ¿tú crees que me atrevería?
El
capitán les escuchó muy atento, después les inquirió sobre la conducta y el
comportamiento de Pedro Sánchez y luego les dijo:
—Agradezco
de veras la información, muchachos, ro si mañana al toque de diana no está
aquí, sintiéndolo mucho, cursaré el parte y desde ese momento sabéis lo que le
puede pasar.
—Mañana,
a diana, estará con nosotros, mi capitán.
—Estás
tú muy seguro.
—Es
que esta noche es la Noche de Reyes.
—¿Y
qué tiene que ver eso?
—Se
me figura, por lo que habló anteayer, que Pedro está haciendo de Rey Mago.
Ante
el gesto sorprendido del capitán, el cabo le refiriendo la conversación que
tuvo con el soldado, casa, que se veía desde el mismo frente; la familia tenía
allí, el niño... La ilusión de que los Reyes trajesen un caballo.
—Yo
creo que ha bajado a la plaza, lo ha comprado ahora está en camino o en su
misma casa.
—Pero
eso es una barbaridad. No se le puede ocurrir a nadie que tenga cabeza. Ahora,
precisamente ahora, cuando apenas si faltan unos días para llegar hasta allá,
se expone de esa manera. Claro que... —miró un poco hacia arriba y con acento
nostálgico exclamó—: En una noche como ésta todos los niños sueñan con los
Reyes, y los padres se hacen la ilusión de serlo.
Había
cerrado la noche y, en la casita que blanqueaba, todo fue oscuridad. Sólo el
ladrido del perro y después su extraño gruñir la alteraban. También, el corazón
anhelante del niño parecía iluminado, mientras le preguntaba a la madre:
—Entonces,
vamos a ver: ¿Los Reyes son de verdad, como tú dices, o de mentira, como dicen
esos hombres?
—Los
Reyes son de verdad. Sólo que cuando los hombres son malos y se matan, los
niños no tienen juguetes porque los Reyes no pasan por donde están esos
hombres.
—¿Y
a mí, me traerán juguetes?
—Si
eres bueno y te duermes, sí. Anda, duérmete y rézale muy bajito al Niño Jesús
—y en voz muy baja continuó—: Son tres, y se llaman Melchor, Gaspar y Baltasar,
y van a caballo, y llevan un cortejo de servidores, y los pajes cargados de
juguetes que los van dejando en los balcones y ventanas de los niños que se
duermen... A veces, no pueden pasar... Siempre les guía una estrella y al Niño
Jesús le llevan... —y canturreó:
Oro, incienso,
mirra,
por el monte
van.
Mirra,
incienso, oro,
¿por dónde
vendrán?
Oro, mirra,
incienso,
¿cuándo
llegarán?
Cuando
el silencio, con su volumen de misterio, lo ocupaba todo, de pronto, se rompió
con unos tenues golpes en la puerta. Ella, asustada, temblándole la voz, preguntó:
—¿Quién?
¿Quién es?
—Soy
yo, Pedro, tu marido —casi susurró una voz que hería aquel silencio.
Ella
abrió y se abrazaron. Le parecía imposible. Las lágrimas se confundieron y
también las sonrisas.
—
¡Pedro! ¡Pedro!
—Sí;
aquí me tienes. ¿Y el niño?
—Aquí
está. ¡Mira qué hermoso!
—He
venido por veros y traerle este caballo.
—Se
va a volver loco de contento. Pero, ¿cómo te has atrevido? ¿Cómo has podido
llegar?
—Ya
sabes cómo me conozco esto, y estamos ahí mismo, en las «Tochas del Tano», y
pronto estaremos aquí. ¿Y los abuelos? —preguntaba ansioso por saber de todo y
de todos.
Pero
la esposa, reteniéndole entre sus brazos y temerosa de que no fuera una
realidad y se le escapase, con voz bañada de presentimientos le decía:
—Si
te descubrieran...
—Lo
mismo que he llegado, volveré. Hasta «Horco», el perro, me ha ayudado, me ha
reconocido. No te inquietes, volveré.
—Tengo
miedo, mucho miedo.
—No
te preocupes, nada pasará. La estrella de los Reyes Magos me guía.
Aún
la diana no había alborozado los aires quietos del amanecer, cuando un soldado
decía a la puerta de una chabola:
—A
sus órdenes, mi capitán. Se presenta el soldado de su compañía Pedro Sánchez
Roldán.
—¿Me
quieres decir dónde has estado?
—Creo,
mi capitán, que ya lo sabe usted. He estado haciendo de Rey Mago.
—¿Y
crees, muchacho, que valía la pena?
—Sí,
mi capitán, porque ahora allí...
El
chiquillo despertó a todos con sus gritos. Desde su habitación al porche y del
porche al campo se le oía, desgarrando la paz de la mañana:
—
¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Los Reyes me han traído un caballo! ¡Los Reyes son
de verdad!
La
pareja de la patrulla que estaba de vigilancia, alarmada, corrió hacia los
gritos, porque algo pasaba.
—Si
el perro anoche ladró muy raro... —decía uno.
—¿Pero,
qué pasa?
—Los
Reyes me han traído este caballo y, como ves, son de verdad.
-—Y
es muy bonito. A ver. Déjamelo.
Tomó
el caballo y lo miró de arriba abajo. Después, mojándose el dedo con saliva y
rascando con la uña, raspaba algo que llevaba la madera que le servía de base.
—¿Qué
le haces? ¿Qué le haces a mi caballo?
—Nada,
nada —y seguía raspando—. Es que tiene un clavo mal metido en la herradura y le
hace daño. No podría andar. Hay que quitárselo.
El
niño miraba muy atento la operación que le estaban haciendo a su caballo, sin
sospechar siquiera que le estaban despegando una etiqueta que decía: «Bazar
Ugarte. Huesca».
—¿Está
ya?
—Ya.
Anda, que ahora sí le puedes decir al jefe eso que gritas.
Y
el niño, corriendo solo, haciéndose una llama de gritos del contento y alegría
que sentía, brincaba de un lado para otro y gritando, gritando sin cesar.
Gritos como esos pájaros que, de pronto, se escapan todos y a la vez de un
árbol que parece dormido y súbitamente se echan a volar, gritaba y gritaba sin
parar:
—
¡Los Reyes son de verdad! ¡Los Reyes son de verdad! ¡Los Reyes son de verdad!
(Cuentos de la Guerra de España, Librería Editorial San Martín, Madrid, 1970).