De
no ser por el incesante avance de la ciencia, el hombre jamás hubiera podido
conocer la enorme cantidad de energía encerrada en el corazón de la materia.
Una reacción atómica en cadena podría traer como consecuencia la destrucción
total del universo.
Del
mismo modo, en el corazón del hombre, lo mismo que en el átomo, puede llegar a
desencadenarse una terrible tempestad, la cólera, expresión cabal de una
energía digna de un mejor empleo.
Nada
hay tan desagradable como vivir junto a esa clase de gente de mal carácter,
propensa a la ira y a los malos modales. Cuando un hombre se encoleriza,
ciertas cosas suceden automáticamente en su naturaleza: el corazón late con
mayor rapidez; el ritmo de la respiración se acelera; la presión de la sangre
aumenta; una mayor cantidad de adrenalina se vierte en la sangre, y hace que el
corazón vibre con mayor rapidez y que ciertos vasos sanguíneos se contraigan.
Por otra parte los pulmones incorporan una mayor cantidad de oxígeno; el
hígado recibe un mensaje para abrir su almacén y liberar más glucosa, que es el
azúcar combustible de la sangre. Al mismo tiempo la sangre se retira de los
órganos digestivos, y enriquecida con oxígeno, es enviada a toda marcha a los
músculos.
Toda
esta serie asombrosa y complicada de sucesos, constituyen un mecanismo de
supervivencia que nos es común con los animales.
A
la primera señal de peligro y de un modo instantáneo y maravilloso, nos
encontramos preparados para luchar defendiéndonos, o para huir.
Este
mecanismo de defensa lo encontramos en el hombre de las cavernas y en nosotros,
hombres del siglo XX, y nos estimula a actuar, a movernos, a hacer algo; claro
que ese algo muchas veces se concreta en una explosión de ánimo que alcanza a
los que nos rodean. Se ha desencadenado un proceso en nuestro interior, es
decir dentro de nosotros y fuera de nosotros.
Más
de una vez, cuando estallamos en cólera, no pretendemos herir, pero de hecho
herimos, hacemos daño a quienes nos rodean; sin querer hacerlo, pero lo
hacemos; y lo peor del caso es que la mayoría de las veces los demás no tienen
nada que ver.
La
explosión del corazón humano suele provocar en el ámbito de lo social, las
mismas consecuencias que la explosión de una bomba de hidrógeno.
Por
vivir en este mundo necesariamente nos encontramos en medio de una cadena de
sucesos cuya extensión depende de nosotros mismos. Recibimos el impacto de los
malos modales de los demás, y podemos adoptar una de estas dos posturas:
1°)
Cortar la cadena, y evitar la transmisión del mal humor a los demás.
2°)
Encolerizarnos nosotros y provocar la reacción en cadena del mal humor.
Siempre
es posible utilizar esta energía en alguna acción positiva, aunque hay que
reconocer que esto supone un perfecto dominio del carácter, y una buena dosis de
paciencia y de virtud.
La
energía es neutral; lo que hacemos con ella es lo que la convierte en
destructiva o constructiva. Lo mismo que en el átomo, su mal uso puede destruir
toda vida sobre la tierra, o brindar a los hombres un mayor bienestar. Lo que sí
sabemos, es que es imposible destruirla. Sólo es posible transformarla. En
otras palabras, en lugar de estallar y convertirse en un nuevo eslabón de una
cadena ininterrumpida de sinsabores, deberíamos aprender a utilizar la energía
que libera la cólera para crear la paz y el bienestar.
El
mal carácter algunas veces es más destructivo que una enfermedad infecciosa.
Muchas enfermedades terminan por sí solas después de dos o tres semanas; la
cólera en cambio, puede durar toda la vida. Sin querer, influenciamos con
nuestras actitudes hostiles a los demás, comunicándoles el virus de la cólera.
Si el jefe de la oficina es una persona intratable y neurótica, es muy probable
que no sólo su esposa y sus hijos le teman sino también que sus empleados vivan
inseguros y tensos. Descargar los nervios indebidamente significa sembrar la
discordia y la malquerencia.
Es
muy probable que no siempre el hombre tenga conciencia del mal que puede
ocasionar tal tipo de conducta, pero en todo caso los demás, por desgracia, no
siempre se encuentran en condiciones de comprender que estas actitudes no
pretenden constituirlos en el blanco del mal carácter ajeno. Muchas veces no
pretenden herirnos. Ellos simplemente están explotando... y nosotros estamos
cerca.
Sentirse
herido es normal; lo anormal sería creer que nos hieren por herir. Vamos a
analizar una de las tantas reacciones en cadena que puede desatar la cólera. El
ejemplo está tomado de un libro de Laura A. de Huxley.
Lugar:
un barrio cualquiera de la ciudad.
Hora:
temprano, por la mañana.
I°)
En el jardín de una de las casas hay un hermoso cantero de rosas cultivadas
con todo cuidado. Un muchacho montado en una bicicleta va arrojando los
diarios doblados, hacia las puertas cerradas. Uno de sus disparos sale desviado
y propina un golpe devastador a las flores. No hay testigo del desastre y aun
el canillita “no sabe lo que ha hecho”. Este es el primer eslabón de la
cadena..., un accidente inocente, sin intención, y por lo tanto sin
significado.
2°)
Pasan pocos minutos. El señor X, propietario de la casa, sale a recoger su
periódico.
¿Qué
clase de hombre es él? ¿Qué sucederá, cuando vea lo que ha pasado con sus rosas
que él cuidaba con tanto cariño? ¿Cómo actuará?
El
señor X se inclina para recoger el diario y al verlas destrozadas se espanta.
Su orgullo y su alegría, el resultado de meses de tantos cuidados... ¡todo
destruido!
Ofuscado,
entra en la casa. En respuesta a la mirada inquisitiva de su esposa comienza
todo un concierto de insultos contra toda “esa raza de muchachos”...,
particularmente contra el hijo del vecino de enfrente.
El
señor X está seguro de que fue él..., y que lo hizo a propósito.
—¿Cómo
lo sabes? —le pregunta su esposa.
—¿Quién
otro puede haber sido? —contesta el señor X. Y continúa diciendo que el señor
Z, el padre del muchacho, siempre le está buscando dificultades y queriendo
meterse en líos.
Para
él es la cosa más lógica. Como el hijo es igual que el padre, es claro que ha
sido él. ¿Quién otro si no?...
Con
este humor de perros, el señor X que es comerciante, va a abrir su negocio de
cigarrería.
3°)
Por pura casualidad el señor Z que siempre compra sus cigarrillos en lo del
señor X entra en el negocio. No olvidemos que el señor Z, es el padre del
presunto sospechoso. El señor X, no le dice una palabra, ni le pregunta nada de
su hijo. Si lo hubiera hecho se hubiera enterado de que el pobre muchacho,
ajeno a todo ésto, estaba pasando unos días en el campo. El señor X lo saluda,
le muestra su sonrisa profesional, y se felicita por su “control”. Pero esta
represión encuentra un modo astuto de manifestarse. A pesar de ser honrado y
justo, el señor X, inconscientemente, le da de menos en el cambio a su vecino.
4°)
El señor Z al abrir su cartera para dar dinero a su esposa, descubre el error.
Ante la perspectiva desagradable de tener que enfrentarse con el señor X, se
indigna y se encoleriza, refunfuñando contra X, y quejándose de las
extravagancias de su esposa que le echó en cara su falta de cuidado hacia el
dinero. Tienen unas palabras, se pelean, se echan en cara algunos defectos, y
finalmente ella, que estaba preparándose para salir, lo hace más rápidamente
que de costumbre, toma el sombrero, y de un portazo se va, dejando a su marido
con la palabra en la boca.
5°)
La señora de Z ya está en la calle. Entra a un negocio a comprar un vestido.
6°)
Su mal humor le impide concentrarse en lo que está haciendo. En su cabeza
siguen resonando aún las quejas de su esposo contra el señor X, los malos
tratos que recibió de su esposo, y una confusión general como música de fondo.
Todo esto la hace irritar aún más, y sin pensarlo se dirige a la vendedora de
un modo agresivo y arrogante. Por supuesto que en este estado ni ella es capaz
de elegir, ni la vendedora es capaz de acertar con su gusto.
7°)
Usted es la vendedora... o el vendedor.
Detengámonos
aquí. La cadena negativa de reacciones la ha tocado. Ha llegado hasta usted.
Usted ha sentido el impacto de la actitud prepotente de la señora de Z, y no se
explica por qué.
Todo
comenzó por un muchacho lleno de alegría, que desde temprano se gana la vida
repartiendo diarios en el barrio. El mal humor viajó de persona en persona y al
llegar hasta usted se ha detenido.
¿Qué
actitud tomaría en este momento, si estuviera en lugar del vendedor? ¿Qué
haría? ¿Esperaría a que cayese una víctima al negocio, para comunicarle su mal
humor, o interrumpiría la cadena? De usted depende.
Quizá
sea conveniente contar hasta 10 antes de proceder, recurrir a lo poco de virtud
que a uno le queda, o encomendarse a Dios para que le dé un poco de la
paciencia que tenía Job.
Podría
además dar algunos consejos prácticos acerca del modo de utilizar la energía
desencadenada por el mal humor en beneficio de la salud: contraer los músculos,
o poner mano contra mano, ejercitar los biceps, los glúteos o los géminos, claro
está, siempre que no sea contra el primero que pase por la calle. Pero
reconozco que estos ejercicios aunque son prácticos y beneficiosos en el fondo
no constituyen la virtud, sino un modo fácil de canalizar las energías físicas desatadas
por la cólera.
Dejarse
llevar por el mal humor es uno de los modos más comunes de desencadenar
tempestades, tormentas, relámpagos, truenos y batallas campales. La historia
nos demuestra con evidencia que muchas guerras han comenzado a escribirse en días
de cólera.
Un
chico de 10 años le preguntó a su papá:
—¿Cómo
comienzan las guerras, papá?
-—Verás,
hijo —contestó el papá—-. Supongamos que los Estados Unidos están en guerra
con el Canadá.
La
madre, una mujer colérica y propensa a la disputa, que estaba escuchándolos
interrumpió:
—¡Los
Estados Unidos no están en guerra con el Canadá!
—¿Quién
dijo que están en guerra? —contestó el papá visiblemente
irritado—.
Yo sólo
estaba dándole
al chico un ejemplo.
—Tú
siempre le estás llenando la cabeza con ideas estúpidas. ¡No seas ridículo!
—No
soy ridículo ni estúpido —contestó el papá—, ni le estoy llenando la cabeza al
chico. Además por lo menos le lleno la cabeza con algo. Si te oyera sólo a ti
no tendría en la cabeza ninguna clase de ideas,... ni estúpidas,... ni de
ninguna clase
Palabra
iba y palabra venía, el ambiente se ponía espeso, y, a los pocos minutos
comenzaron a volar lámparas, sillas, platos, copas, mientras el chico los
miraba en actitud de genio reflexivo. Al cabo de un momento dijo:
—¡Gracias
papá!... ¡Gracias mamá!... Ahora me doy cuenta de cómo empiezan
las guerras.
Esta
escena, aunque parezca ridícula, es sumamente frecuente, aunque en muchos casos
no vuelen las lámparas, ni las sillas, ni los platos ni las copas,... pero
vuelan las palabras de un lado para el otro, que si bien no lastiman la piel,
hieren el alma y la entristecen.
Nos
encolerizamos contra los demás, y muchas veces somos nosotros mismos los que
deberíamos ser objeto de nuestras propias iras. La ira es una pasión, y como toda
pasión carece en sí misma de moralidad. Jesús despidió a los mercaderes del
templo con cajas destempladas, pero en este caso, la ira divina fue puesta al
servicio de la justicia divina. Muy pocas veces la ira de los hombres es puesta
al servicio de la justicia humana, y muchas, al servicio de su propio egoísmo.
Un día el filósofo Atenodoro, en su vejez, pidió a César Augusto que le
permitiese retirarse a su casa, y Augusto se lo concedió. Antes de despedirse,
Atenodoro le dijo: “Cuando estés airado, ¡oh César!, no hagas ni digas nada
sino después de haber pronunciado mentalmente las veinticuatro letras del
alfabeto”.
Entonces,
Augusto le tomó de la mano y le dijo: “Todavía necesito de tu presencia”. Y le
rogó que permaneciese un año más a su lado (Plutarco).
La
ira es una pasión loca que nos lanza enteramente fuera de nosotros mismos, y
que, buscando los medios de rechazar el mal que nos amenaza o que ya nos ha
herido, hace hervir la sangre en el corazón, y levanta en nuestro espíritu
furiosos vapores que nos ciegan y nos impulsan a hacer todo aquello que pueda saciar
el deseo de la venganza. Es una breve rabia, un camino hacia la locura.
(Charrón: “De la sabiduría”). Platón aconsejaba a sus discípulos que
cuando se hallaran encolerizados se mirasen al espejo. Consejo sabio e
importante, porque un hombre arrebatado de cólera se parece en su semblante a
un frenético, y lo es en verdad, y por la misma razón sirve de útil lección y de
un ejemplo de moderación para cualquiera que se vea en ese estado.
El
apóstol Santiago dice: “Todo hombre sea pronto para oír, tardío para hablar,
tardío para airarse. Porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios”.
(Cap. I, vs. 19 y 20). Y San Juan, en su primera epístola: “El que aborrece a
su hermano está en tinieblas, y anda
en tinieblas, y no sabe donde va, porque las tinieblas le han cegado
los ojos”. (Cap. II)
El
Eclesiastés: “La ira y el furor son execrables…No seas pronto en enfurecerte,
porque la ira descansa en el pecho del necio”.
Sócrates
enojado contra un hijo suyo porque había cometido una culpa, temiendo dejarse
arrebatar por la cólera le dijo: “Castígate tú mismo”. Y Sócrates era un sabio.
Sería interminable citar autores en contra de esta tremenda pasión. Desde
Salomón, pasando por Eurípides, Sófocles, Esquilo, Horacio, Ovidio, Séneca,
Tácito, Plutarco... San Agustín, San Ambrosio, y autores como Byron,
Shakespeare y el Evangelio no se ha dicho nada nuevo; simplemente se le ha
recordado a la humanidad que la cólera perturba la razón y conduce a los
hombres a niveles infrahumanos y ridículos.
Por
eso si no quieres escuchar ni la voz de los profetas, ni la voz del Evangelio,
que es la voz de la conciencia, recuerda las palabras que el filósofo Atenodoro
dijo a César Augusto... y prueba a contar mentalmente las veinticuatro letras
del alfabeto.
P. Héctor O.
Oglietti, “El Evangelio sobre los Tejados”, Bs. As., 1966.