Queriendo ser
un autor
de esos de
renombre y fama,
escribí hace
poco un drama
terrible,
conmovedor.
Drama de
lúgubre asunto
de luchas
fieras, tenaces,
con
situaciones capaces
de conmover a
un difunto.
Siete robos,
un suicidio,
mucho amor,
mucho interés,
dos atropellos
y tres
conatos de
infanticidio.
— ¡Qué drama!
—dije—. ¡Esto tiene
que ser
desconsolador!
¡Hasta el
mismo apuntador
llorará cuando
se estrene!
Ansiando oír
el sincero
parecer de los
demás,
fui en seguida
a ver a Blas,
que es mi
amigo y consejero.
—Chico, te
vengo a leer
una
producción. —Ya escucho.
—Yo celebraría
mucho
que la oyera
tu mujer.
—Bueno,
llamaré a mi esposa.
—Venga si no
está ocupada,
Rita también
(La criada,
una gallega
preciosa).
—¿La criada?
¡Qué ocurrencia!
— ¡Que venga!
¡Vaya un repulgo!
Rita es el
vulgo y el vulgo
tiene mucha
inteligencia.
—¡Bueno!
¡Respeto al autor!
Pasemos al
gabinete.
¿Y qué es
ello? ¿Algún juguete?
—¿Juguete?
¡Quiá! ¡No, señor!
¡Es un drama!
(Blas dio un salto.)
—¿Un drama?
¡Chico, me escama!
—Pues, sí,
señor, es un drama,
¡pero por todo
lo alto!
—¿Dónde están
esas mujeres?
¡Paz! ¡Rita!
¡Podéis venir!
Sentaos. Vamos
a oír
un drama.
Empieza si quieres.
Di principio a
la lectura
con voz
campanuda y grave
como todo
autor que sabe
que su triunfo
se asegura.
Impacientes me
escuchaban;
y yo leía,
aunque mal,
seguro de que
al final
del primer acto
lloraban.
Mas dió fin.
Blas y su esposa
no se habían
conmovido,
todo lo habían
oído
así como si
tal cosa.
—¿Nada sentís?
¡Es chocante!—
les dije algo
amostazado.
—¡Aun no nos
ha impresionado!
¡Veremos más
adelante!
Mas vi para mi
consuelo,
que Rita, que
me escuchaba,
ruborosa se
limpiaba
los ojos con
el pañuelo.
Seguí leyendo,
animoso.
Crece el
interés del drama.
Huye la
primera dama;
y el galán,
que es muy celoso,
temiendo un
nuevo desmán
mata a su
hermano iracundo
¡y acaba el
acto segundo
suicidándose
el galán!
Pero, aunque
el acto acababa,
para
desventura mía,
vi que Blas se
sonreía
y su esposa
bostezaba.
Con horrible
desencanto
iba a
marcharme de allí
cuando a la
gallega vi,
sumida en
copioso llanto.
—¡Esa sensible
alcarreña
tiene
corazón!, ¡ya veis!
Vosotros no lo
tenéis,
¡o será de
bronce o peña!
¡Esa pobre criatura
no me ha oído
indiferente!
¡A ti,
muchacha inocente,
te conmueve mi
lectura!
¡Así el
público ha de ser!
¡Sano! ¡Sin
hipocresía! ...
Y la muchacha
me oía
llorando a más
no poder.
Tanto aumentó
su aflicción
del drama el
funesto giro,
que dio la
pobre un suspiro
que me partió
el corazón.
De mi orgullo
en el exceso
—¡Calma,
—dije—, tu dolor!
¡No llores
más! —¡No, señor!
¡Si yo no
lloro por eso!
—¡¡Eh!! ¿Que
no? —¡Qué he de llorar!
—¿Pues por qué
te desconsuelas?
—¡Porque me
duelen las muelas
que no las puedo aguantar!...
Moraleja de
aplicación muy actual:
Hay curas que
relatan grandes dramas,
herejías tremendas,
graves apostasías,
para conmover
a algunas damas (y madamas)
espectadoras que
apoyan sus travesías.
Ellos se yerguen
y con furor relatan,
su voz tronante
y ojos lagrimosos,
cómo son
perseguidos y casi los matan
los que no son
como ellos ortodoxos.
Oh qué
aspavientos hacen, cuando relatan,
inventadas tramas
de crímenes y matanzas,
de traiciones
y sofismas que arrebatan
las verdades
que ellos solos embrazan.
No nos
conmueve el furor teatral,
de los “píos” autores
de culebrones
que esparcen
chismes y acusaciones
en sus dramas, sainetes o novela serial.
en sus dramas, sainetes o novela serial.
Son muy cortas
las patas que sostiene
a la mentira disfrazada
de verdad,
zancadillas
hace a los que no la advierten,
pero desnuda
queda ante la simplicidad.
Mario Dufour Ibañez
Mario Dufour Ibañez