De acá
“Aquellos que
conocen la verdad tienen el deber de definirla duramente cuando sus enemigos la
deforman hábilmente. Deben tener el orgullo de defenderla” (Pío XII, 26 de agosto
de 1947).
Para definir la verdad y para defenderla, “sin duda la tranquila exposición de la verdad es, en sí, preferible; nuestros ilustres predecesores lo han declarado muchas veces. Sin embargo la necesidad de los tiempos los precipitó a ellos mismos, frecuentemente, en la controversia. Cuando se leen sus obras se reconoce que la polémica figura en la mayor parte” (Cardenal Pie).
La polémica no es entonces el
único medio de proclamar y defender la verdad. Pero es un medio lícito,
legítimo, eficaz. Muchos Padres de la Iglesia, muchos santos la han
utilizado... Aún el docto y tranquilo Santo Tomás y el dulce San Bernardo.
Sin duda, puede darse un abuso de
la polémica. Pero el desprecio de toda polémica es una manifestación de
liberalismo práctico inconsciente. Y el sentido común está de acuerdo con San
Francisco de Sales, que escribía:
“Los enemigos declarados
de Dios y de la Iglesia deben ser censurados y censurados con
toda la fuerza posible. La caridad obliga a gritar «al lobo» cuando
un lobo se infiltró en medio del rebaño, e incluso en cualquier lugar que se lo
encuentre”.
Para atacar el error, ¿no es
necesario haber recibido un mandato de la autoridad eclesiástica?
De ninguna manera. “¿De
qué serviría la regla de la fe y de las costumbres si en cada caso particular
el simple fiel no pudiera hacer él mismo la inmediata aplicación?”(Sardá).
Por el bautismo y la confirmación
que ha recibido, el simple fiel tiene el deber de defender la fe y esforzarse
por hacérsela conocer a los otros.
“El simple fiel puede así
desconfiar, a primera vista, de una doctrina nueva que le es presentada, en la
medida en que la vea en desacuerdo con otra doctrina definida” (Sardá).
Para atacar el error, ¿no es
necesario que la Iglesia ya se haya pronunciado?
“Sin duda,
solo la Iglesia posee el supremo magisterio doctrinal de derecho y de
hecho. Su soberana autoridad se personifica en el papa, es la única que puede,
definitivamente y sin llamamiento, calificar abstractamente las doctrinas y
declarar que están concretamente contenidas en tal o cual libro, o profesadas
por tal o cual persona. Pero al simple fiel le es perfectamente lícito tener a
tal doctrina por diversa o como perversa; señalarla como tal a los otros bajo
su responsabilidad; lanzar el grito de alarma y tirar los primeros golpes. El
fiel laico puede hacer todo eso, lo hizo en todos los tiempos con el aplauso
de la Iglesia” (Sardá).
¿Conviene, combatiendo el error,
combatir y desacreditar a la persona que lo sostiene?
“Sí, muchas
veces conviene y no solamente conviene, sino que también es indispensable y
meritorio delante de Dios y de la sociedad, que sea así” (Sardá).
En efecto, las ideas no podrían,
reducidas a ellas solas, causar todo el mal que sufre la sociedad.
“Son
semejantes a las flechas y a las balas, que no causarían heridas a nadie, si no
se las lanzara con el arco o el fusil; entonces es al arquero o al fusilero a quienes
se debe atacar primero” (Sarda).
Los Padres dan la prueba de estas
tesis. Las obras de San Agustín, por ejemplo, llevan casi todas, a la cabeza,
el nombre del autor de la herejía que combaten: contra Fortunatum, contra
Felicem, etc.
¿Es lícito, en algunos casos,
revelar públicamente las infamias de aquel que sostiene o propaga el error?
¡Perfectamente! ¿Está permitido,
se preguntaba un día San Francisco de Sales, hablar mal de un hereje que
difunde malas doctrinas? “Sí, contestaba, lo pueden
hacer a condición de guardar la verdad exacta de lo que saben de su mala
conducta, presentando lo que es dudoso como tal, y según el grado más o menos
grande de la duda”.
Está permitido, entonces, revelar
sus defectos, ridiculizar sus costumbres y aún... ¡burlarse de él!
“Señores, los liberales quisieran
sobre todo ser siempre tomados muy en serio, estimados, venerados, y ser
tratados como personajes importantes. Se resignarían a que se los refute, pero
a condición que sea descubriéndose ante ellos... De ahí vienen las quejas,
cuando a veces se hace burla de ellos... El más desprevenido comprenderá sin
pena que hacer reír honestamente a costa del vicio y del
nombre vicioso es una cosa muy buena en sí misma...” (artículo de La
Civiltá Cattolica).
Los grandes doctores, sin duda,
recomiendan la mesura, la indulgencia, la moderación.
“Lo que no
impide que, sin contradecir sus propios principios, no empleen ellos mismos, a
cada rato, el arma de la indignación, a veces la del ridículo, con una
vivacidad y una libertad de lenguaje que espantaría a nuestra delicadeza
moderna” (Cardenal Pie).
Combatir así a un hereje, pase...,
pero, ¿combatir a un católico..., quizás a un amigo?
Pero, ¡un católico liberal es un
hereje! La Iglesia condenó en numerosas oportunidades el liberalismo, y aún
el liberalismo católico. ¡Pío IX lo declaró
más temible que la revolución, más temible que la comuna!
“Cuando hemos censurado tantas
veces a los sectores de estas opiniones liberales, no tenemos en vista a los
enemigos declarados de la Iglesia... sino a aquellos de los cuales acabamos de
hablar: católicos que son, además, honestos y piadosos y que, por la influencia
que les dan su religión y su piedad, pueden muy fácilmente captar los espíritus
e inducirlos a profesar máximas muy perniciosas” (Pío IX).
Además, ¡no olviden que no es
necesario que la autoridad eclesiástica se haya pronunciado para que el simple
fiel sirva de perro de guardia y ladre!
Quizás, en efecto, se trata de un
amigo. Pero si mi amigo farmacéutico vende droga, ¿tengo que callarme en nombre
de la amistad? Para el buen sentido, la respuesta no ofrece dudas.
Hablar mal del prójimo, ¿no es
contrario a la caridad?
Cuando se los ataca, los liberales
no cesan de reclamar la caridad.
“La caridad que quisieran de
nosotros, seria alabarlos, admirarlos, apoyarlos, o por lo menos dejarlos
obrar como quisieran. Nosotros, por el contrario, no queremos más que hacerles
la caridad de interpelarlos, reprenderlos, excitarlos de mil maneras a salir de
su mala vía. Cuando dicen una mentira... quisieran vernos esconder estos
pequeños pecados veniales... Cuando se les escapan algunas distracciones
gramaticales... ruegan que cerremos los ojos... ¡Que dejen de quejarse de
nuestra falta de caridad!” (La Civiltá Cattolica).
“La caridad
implica, ante todo, el amor de Dios y de la verdad; no teme, pues, desenvainar
la espada por el interés de la causa divina, sabiendo que más de un enemigo no
puede ser derribado o curado más que por atrevidos golpes e incisiones
salutíferas”(Cardenal Pie).
“Edulcorar la verdad para evitar
apenar a tal o cual no es practicar la caridad: es traicionarla” (Monseñor
Rupp).
Si los liberales reclaman tanto la
caridad es porque no quieren la verdad.
“A nuestro
tiempo no le gusta la verdad... y en el pequeño número de los que aman la verdad,
varios, por no decir muchos, no quieren a quienes se ponen delante para
defenderla. Se los encuentra indiscretos, inoportunos” (Louis
Veuillot).
Es lo que decía también el Papa
Gregorio VII: “Si hay quienes por el amor de la ley cristiana, se
atreven a resistir frente a los impíos, no solamente no encuentran apoyo en sus
hermanos, sino que se los califica de imprudentes e indiscretos, se los trata
de locos”.
“La intolerancia hacia los
defensores de los principios es, junto con la tolerancia para con los jefes
del error, uno de los síntomas más característicos del contagio liberal” (R.P. Ramière).
Sin embargo, ¿no existe el deber
de respetar a las personas?
“El principio
moderno y revolucionario del respeto de las personas en toda hipótesis, de la
tolerancia a ultranza hacia las personas, es una gruesa herejía social que ha
hecho mucho mal y hará todavía más a medida que esta idea vaya vulgarizándose,
a saber: que la persona humana es siempre amable, siempre sagrada, siempre
digna de respeto, cualesquiera que sean los errores teóricos o prácticos que
lleve con ella a través del mundo” (El amigo del
clero).
“Si bien
soportar las injurias que no atentan más que contra nosotros
mismos yrespetar a las personas que las profieren, es un acto virtuoso, soportar
las que atentan contra Dios es el colmo de la impiedad” (Santo Tomás
de Aquino).
No hay ninguna colaboración
posible con los liberales.
“Las asociaciones católicas
deberán tener principalmente cuidado en excluir de su seno, no solamente a todos
los que profesan abiertamente las máximas del liberalismo, sino también a los
que se forjan la ilusión de creer posible la conciliación del liberalismo con
el catolicismo, y que son conocidos bajo el nombre de católicos
liberales” (La Civiltà Cattolica).
Pero ¿por qué emprender la
polémica sobre todo contra el liberalismo?
Sin duda, el liberalismo no es el
único error que amenaza minar la fe, aunque es necesario incluir bajo ese
vocablo al materialismo, al racionalismo y al laicismo. Pero el liberalismo es
particularmente peligroso porque un cierto liberalismo se pretende católico.
Un cristiano de buena fe entenderá bastante fácilmente que no puede ser masón,
o comunista: las condenaciones de la Iglesia son bastante claras.
Pero, por el contrario, muy
fácilmente podría dejarse contaminar más o menos por las ideas liberales.
“El
liberalismo es menos una doctrina coherente, un sistema formulado, que una
enfermedad del espíritu, una perversión del pensamiento” (Padre
Roussel).
Y esto es lo que lo hace
particularmente peligroso. Combatir no es nunca agradable... sobre todo,
combatir a los amigos. Sin embargo: “Hay que combatir el error aún en
los cristianos, pues tienen menos derechos que los otros, si esto fuese
posible, a profesarlo. Amen a sus adversarios, recen por ellos, ¡pero no les
hagan cumplidos! ¡Qué asco! ¡No busquen complacer a algunos, busquen complacer
a Dios!” (Santo Cura de Ars).
Sí, tengamos cuidado, como decía
Louis Veuillot, que “el temor de dejar de ser amables termine por
sacarnos todo el ánimo de ser verdaderos”.
“Muchos los
acusarán de imprudencia y dirán que su empresa no es oportuna... Una lucha de
este tipo no podrá más que atraerles censuras, desprecio, querellas odiosas;
pero aquel que trajo la verdad a la tierra no ha predicho otra cosa a sus
discípulos, sino que serían odiosos a todos a causa de su nombre” (Pío IX, diciembre de
1876).
“Combatimos,
pues, sin relajamiento, incluso sin esperanza de ganar la batalla. ¡Qué importa
el éxito!” (Santa Teresita).
R.P. Georges Vinson, “Simple
Lettre”, nº 84, enero-febrero de 1994.
Revista Iesus Christus Nº 46, Julio/Agosto de 1996.