EL REPUBLICANO Y LOS REYES MAGOS
José María Pemán
Como
su padre había sido también republicano y racionalista, le había puesto por
nombre Sócrates. Él, a su vez, siguiendo la costumbre, le había puesto a su
hijo Plutarco.
Su
mujer, obesa y dulce, disculpaba todo esto, con la sumisa tolerancia de las
mujeres españolas. Tenía un supersticioso respeto para ese mundo de fronteras
inviolables donde se encierran las «cosas de los hombres». Estaba segura de que
su marido tenía «buen fondo», que es lo que importa, y de que, cuando se
sintiese morir, pediría los sacramentos. Respaldada en estas confianzas, con su
bata de flores y su manojo de llaves, iba y venía por la casa, callada, hacendosa,
humilde de llamarse, sencillamente, Rosario, entre el bebedor de la cicuta y el
autor de las Vidas paralelas.
Don
Sócrates era republicano federal. Profesaba las «ideas nuevas», o sea, las
ideas francesas y alemanas de 1890. En un estante, encuadernadas y con cantos
de oro, guardaba las obras de Castelar, Pi y Margall, Salmerón, Darwin y
Augusto Compte. Y su mujer les quitaba el polvo, todos los sábados, con un
plumerito, cogiendo cada tomo displicentemente, con dos dedos, para no
contagiarse, como quien coge una viborilla.
Don
Sócrates había oído, en sus mocedades, un discurso de Castelar en un círculo
republicano. Era la anécdota más emocionante de su vida, y recordaba todos los
detalles de la escena. Al terminar, había logrado llegar hasta el orador y
apretarle una mano, diciendo:
—No
sé cómo puede usted respirar, don Emilio.
Y
don Emilio se había vuelto a él y le había hablado. Era la única vez que le
había hablado don Emilio. Le había dicho:
—¡Je!…
¡La costumbre!
Y
aquella noche, Rosario alzó de pronto sus dulces ojos cansados de la costura.
—Sócrates,
¿sabes que Plutarquito le ha pedido una trompeta a los reyes magos?
Sócrates
dejó sobre la camilla el periódico que leía, se quitó los quevedos y replicó
con severidad:
—Rosario:
es menester acostumbrar al niño, desde chico, a no pedir nada a los reyes…
—Pero
ya tú ves: una trompeta…
—Una
trompeta todavía menos; al son de una trompeta ha cometido la humanidad todas
sus grandes estupideces.
Hubo
una pausa. Sócrates terminó:
—Se
empieza pidiendo a los reyes una trompeta y se acaba pidiéndoles una
credencial. Es menester infundir en el niño, desde ahora, la dignidad del
ciudadano libre. Además, no quiero que Plutarquito crea en ese cuento de los
reyes magos. Es preciso que se entere que cada uno tiene que buscarse lo suyo,
de día y muy despabilado. Que nadie le trae a uno nada, de noche, para llenarle
los zapatos.
—Pero,
hijo, tiempo tiene el niño de enterarse de eso. Todavía es pronto…
—Nunca
es pronto para la verdad…
—Está
bien, hombre. No te enfades…
Y
Rosario bajó la cabeza otra vez sobre la costura, y no habló ya una palabra.
Porque había tomado la doble resolución que todas las mujeres dulces y sumisas
toman siempre ante estos pequeños conflictos: primera, no discutir más;
segunda, comprar una trompeta, sin que su marido se enterara, y ponerla la
noche de reyes en el cuarto de Plutarquito.
La
escena que se desarrolló a prima noche, la noche de reyes, no tuvo originalidad
ninguna. Desde la alcoba matrimonial se oyó la voz adormilada de don Sócrates:
—Pero,
Rosario, ¿no vienes?
Y
Rosario, que cosía en la salita, contestó sencillamente:
—Espérate,
Sócrates, que tengo que acabar de marcar estos calcetines. Duérmete tú…
Y
aguzando el oído, esperó unos momentos a que la respiración de su marido, que
se filtraba entre las cortinas de la alcoba, fuese convirtiéndose en un
ronquido leve, pacífico y sereno, característico de los niños y de los
republicanos federales.
Entonces
Rosario se descalzó para no hacer ruido, se dirigió a un armario y sacó de un
envoltorio de papel una trompeta niquelada, alta, magnífica, propia para que
Plutarquito jugase, no ya a los soldados, sino al jazz-band.
Nadie
se desliza más suavemente que las madres, en la noche de reyes, al entrar en el
cuarto de sus hijos. Calzadas de silencio y de ternura, resbalan como hadas, en
suave complicidad con la alfombra, para no despertar a sus hijos de ninguna de
las dos bellas mentiras: el sueño y la leyenda de los reyes repartidores de
juguetes. Así entró doña Rosario en la alcoba de Plutarquito, con su bata de
flores y su trompeta, obesa y sublime, sobre la sordina de sus pies descalzos.
Plutarquito
dormía apaciblemente en su cama de metal dorado, bajo una litografía de la
Sagrada Familia de Murillo. Porque don Sócrates no creía, pero respetaba el
arte. Doña Rosario recorrió tácitamente la habitación, colocó la trompeta sobre
una silla, e iba a dar un beso a Plutarquito, cuando se sintió bruscamente
separada de un empellón. Miró con horror y encontró tras de sí a su marido,
magnífico y desconcertante, con sus zapatillas, su largo batín azul y su gorro
con borla. Estaba agigantado por la ira. Parecía la imagen de la inteligencia
rompiendo la superstición. Don Sócrates sentenció:
—Rosario,
te oí salir de puntillas del gabinete, y me lo supuse todo. Porque otra cosa no
podía ser. Tienes cincuenta años y pelos en la barba.
Y
después de estas declaraciones mortificantes, don Sócrates encendió la luz
eléctrica, zamarreó fuertemente a Plutarquito para despertarlo y exclamó con
tono de arenga revolucionaria:
—¡Plutarco!
¡Plutarco! No he de dejar que siembren de errores tu razón naciente. Fíjate
bien. ¿Ves a tu madre? Tu madre es la que te ha traído esa ridícula trompeta
bélica. No creas nunca que te la trajeron los reyes magos. Eso es una
superchería. Nebrija dice que los tres reyes magos ni fueron tres, ni fueron
reyes, ni fueron magos. Pero yo creo más: yo creo que no existieron.
Rosario
lloraba tras su marido. Plutarquito se había despertado a medias y pugnaba por
abrir sus ojos azules. Don Sócrates tomó a su mujer con una mano y a la
trompeta con otra, y recalcó apocalípticamente:
—Graba
bien lo que te digo, Plutarco. ¿Ves a tu madre? ¿Ves la trompeta? ¿Ves la
realidad cruda?
Plutarquito
abrió un ojo con dificultad. Bostezó. Le temblaba la voz.
—Veo
a mamá y a la trompeta. Lo otro no lo veo…
—Quiero
decir, Plutarco, que es preciso que, desde niño, aprendas a guiarte por lo que
ven tus ojos y no por…
Plutarquito
se había dormido profundamente. El sueño de sus seis años sin remordimientos
podía más que las sonoras palabras del racionalista.
A
la mañana siguiente, don Sócrates estaba desayunándose en la cama. Don Sócrates
desayunaba en la cama los días que no tenía oficina. Tomaba frutas y espinacas,
porque era vegetariano. De pronto irrumpió en la alcoba Plutarquito, tocando
sonoramente la trompeta. Don Sócrates le hizo subir a la cama sobre sus
rodillas.
—Vamos
a ver, Plutarquito, ¿quién te ha traído esa trompeta?
—Toma…,
¡los reyes!
—Pero,
entonces, ¿no recuerdas que esta noche?…
—Verás,
papá. Esta noche, cuando me acosté, me quedé con los ojos muy abiertos, para no
dormirme, y ver entrar a los reyes. Paquito, el primo, me había dicho que él
los vio el año pasado, y que entraron en su cuarto por el balcón. Y yo los vi
esta noche. Gaspar tenía una barba blanca, como el tío Miguel. Y Melchor era
negro. Parecía un limpiabotas. Llevaban todos unos mantos muy largos, muy
largos…
—Pero,
luego…
—Luego
me dormí, papá. Y soñé una cosa rarísima y divertidísima. No me atrevo a
decírtela.
—¿Qué
soñaste?
—Soñé
que tú, papá, estabas junto a mi cama. Llevabas una sotana azul muy larga y un
gorro colorado. ¡Qué ridículo! Parecías uno de esos muñecos de la feria a los
que se le pueden tirar seis pelotas por una perra gorda.
—¿Y
qué más?
—¡Qué
sé yo! Allí empezaste a decir que si la trompeta la había traído mamá, que si
los reyes magos no eran de verdad. ¡Qué sé yo! ¡Tonterías! Yo no recuerdo bien
todos los disparates que decías.
Luego
bajó la voz y añadió:
—Pero
no se lo vayas a contar a mamá. Porque, cuando sueño cosas raras, mamá me da
una cucharada de sal de fruta.
Don
Sócrates bajó la cabeza pensativo.
Entre
las cortinas se dibujaba la figura obesa y dulce de doña Rosario, sonriente,
paciente, ligeramente irónica; segura de su triunfo definitivo.
Don
Sócrates reanudó su austero desayuno de vegetariano. Estaba perplejo. Los reyes
magos habían podido más que él. Sus verdades eran sueños para su hijo… ¿Cuál de
los dos tendría razón?
José María Pemán, "Cuentos sin importancia", Madrid, 1970.