Una
vez hubo un hombre que viajaba por los bosques de California, en la estación
de la sequía, cuando el viento soplaba fuerte. Había cabalgado mucho tiempo y
estaba cansado y enojado, y se apeó del caballo para fumar una pipa. Buscó en
los bolsillos y vio que solo tenía dos fósforos. Raspó el primero y éste no se
encendió.
—Lindo
estado de cosas —dijo el viajero—. Me muero por fumar y no me queda más que un
fósforo, que tampoco podré encender. ¿Habrá en la tierra un ser más desdichado
que yo? Sin embargo —pensó el viajero—, tal vez pueda encender este fósforo y
fumar mi pipa y tirar en el pasto la ceniza. El pasto podría encenderse porque
está seco como un leño y acabaría por prender fuego a ese roble que está a unos
pasos y después a ese pino lleno de musgo que ardería hasta la copa, y la
llama, esa larga antorcha, sería blandida por el viento y arrasaría todo el
bosque. Oiré el rugir del viento y del fuego y tendré que espolear mi caballo
para salvarme de la muerte y el incendio me perseguirá por los montes. Veré
este grato bosque ardiendo día tras día y la hacienda calcinada y los arroyos
secos y los granjeros arruinados y los niños sin hogar. ¡Qué terrible destino
el de este momento!
Raspó
el segundo fósforo, que tampoco encendió.
—Loado
sea Dios —dijo el viajero, y guardó la pipa en el bolsillo.