MI
PRIMER ASESINATO
Enrique
Méndez Calzada
Haría
cosa de tres meses que el Banco me había trasladado a la sucursal de Tediosa.
Una tarde, cuando entraba en la casa de pensión del viejo Quiroga y me dirigía
a mi cuarto, me salió al encuentro un individuo.
¿Cómo
está, Pérez? - me dijo.
Bien,
muy bien. ¿Qué desea?
No
sé si me recordará usted... Hemos sido presentados en el baile de anteanoche,
en lo de Fernández... Soy Olmedo.
¡Ah,
sí, recuerdo! Tengo mucho gusto...
Gracias.
Yo venía a invitarlo a pasar la noche en mi finca, un pequeño viñedo que
tenemos a unas cuantas leguas de Tediosa. ¿Se anima a venir? Le aseguro que no
lo pasará mal.
Opuse
pretextos. Le dije que tenía que madrugar para ir al Banco; que, saliendo de la
ciudad, me exponía a no llegar a tiempo a la oficina al día siguiente, y, en consecuencia,
a que me descontasen unos pesos del sueIdo; que estaba rendido de trabajar todo
el día... Fue inútil. Olmedo estaba dispuesto a salirse con la suya.
¡Pero,
amigo Pérez, no va usted a hacerme un desaire! Por otra parte, se trata de un
paseíto de media hora, a un paso de la ciudad, como quien dice... Venga usted.
Cedí.
¿Cómo iba a continuar resistiendo? En aquella oportunidad, como en otras muchas
de mi vida, el haber leído el “Tratado de Urbanidad” de Carreño fue la causa de
mi perdición.
Debo
declarar, además, que en el fondo no me desagradaba la perspectiva de pasar
una noche en pleno campo. ¡Estaba tan cansado de la ciudad! En cierto modo, me
resultaba satisfactorio libertarme por una noche de la tiranía de ir al
cinematógrafo a ver idioteces y a saludar a las mismas chicas de todas las
noches. “!Qué demonio! - pensé, - vamos a echar una cana al aire!” ¡Infortunado
de mí! ¡Cuán lejos estaba de sospechar la clase de cana que iba a arrojar a
los vientos!
Tengo
aquí un coche. Suba - ordenó Olmedo. Yo acaté la orden del tirano.
Así
que el coche arrancó hacia la estación, Olmedo me declaró que, en realidad, él
había venido a invitar a Echegaray, un joven amigo suyo; que, no habiéndole
encontrado, había buscado a Ortiz, otro de sus amigos; y, en fin, que no
habiéndole hallado tampoco, se había acordado de mí.
Vamos,
sí - pensé yo, - así es que soy plato de tercera mesa... Intenciones tuve de
decirle una grosería y largarme del coche; pero, como siempre que en mi alma
luchan el Espíritu de la Ira y el Espíritu de Carreño, aquella vez triunfó el
Espíritu de Carreño. Apelando a toda mi presencia de ánimo, le di las gracias.
Llegados
a la estación del ferrocarril, me vi en el caso de abonar el viaje del coche:
Olmedo “no tenía suelto”. Lo mismo sucedió cuando hubo que pagar los billetes
para el tren.
El
viaje se hizo interminable. Era aquel un verdadero tren-carreta que no hacía
más que parar en todas partes. Cuando no había estaciones, las inventaba por
gusto de fastidiar.
Ibamos
solos en el coche. Es decir, iba también una vieja, inglesa al parecer, con dos
chicuelas rubias, flacas, pecosas y nada lindas; lo cual, para el caso, era
como si fuésemos solos. Las jovenzuelas en cuestión no se parecían en lo más
mínimo a esas muchachas angelicales que ponen los ingleses en la portada de los
“magazines”. Bien es cierto que, en la vida real, jamás he encontrado inglesas
de carne y hueso que se pareciesen a las inglesas editoriales. En cuanto a la
vieja, cuya flacura era tan grande como las flacuras sumadas de aquellas que
supuse sus hijas, era todo lo fea que puede ser una persona mayor de edad, con
la fealdad característica de esas inglesas que se han pasado medio siglo
comiendo “plum-pudding” y bebiendo té. Lo más saliente en ella era
indudablemente la nuez, aquella nuez que le subía y bajaba por entre el sistema
de cuerdas que tenía en el pescuezo, lo mismo que un ascensor manejado por un
loco.
Ustedes
se preguntarán por qué me fijé en todos estos detalles, y a santo de qué los
refiero... Es que Olmedo, por lo visto, no era ningún “causseur”, y la conversación
languideció pronto. Por mi parte, tampoco estaba muy locuaz. Me distraje,
pues, observando.
En
una estación compramos un diario. Digo “compramos” porque, aunque yo no lo
leí, por lo menos lo pagué. Olmedo, naturalmente, “no tenía suelto”.
Al
fin, en una de las paradas del tren oí decir al tirano:
Bueno,
ya estamos...
Ya
en el andén, sumergido en las tinieblas, busqué con la mirada algún asomo de
vivienda humana, alguna luz... Nada; nada más que el claudicante farolillo a
gas de la estación, y el rojo disco que ardía a la zaga del tren hundido ya en
la sombra, semejante a la herida sangrienta de un can al que le hubieran
cortado el rabo.
¡Ramón!
¡Ramón! - gritó el tirano. - ¡Ramóóón!
Y
el eco, durante un rato, jugó a la pelota con aquel grito.
¡Acá
estoy, niño! ¡Acá! - mugió la sombra.
Un
caballo que sacudió la collera nos orientó. Trepamos así a una especie de
tartana, en cuyo pescante se encontraba sentado el montón de ponchos y mantas
que respondía al nombre de Ramón.
El
bulto se movió, encendió los faroles del coche, cosa que antes no se le había
ocurrido, por lo que se veía, esto es, por lo que no se veía; trepó a su
asiento y arreó los caballejos, haciendo verdadero derroche de malas palabras.
El
trayecto hasta la finca, me resultó más largo que el viaje en tren. Hasta
llegar no cambiamos palabra. Hacía frío. El cielo se había cubierto de
nubarrones negros y bajos. El horizonte se iluminaba de relámpagos, que
brillaban de segundo en segundo.
Predisponía
a la meditación, predisponía al silencio aquel triste viaje en plena noche, a
lo largo del túnel interminable que formaba el ramaje de los inmensos álamos;
oyendo deslizarse el agua de las acequias que bordeaban la senda; no viendo
otra claridad, fuera del lejano chispazo de los relámpagos, que el reducido círculo
luminoso proyectado sobre el camino desnivelado y polvoriento por los faroles
de la tartana, como una agotada regadera de luz.
Cuando
llegamos a la casa muy entrada la noche. Yo estaba entumecido de frío, muerto
de hambre y sueño.
La
casa era una vieja, viejísima construcción de adobes. Anchísimas paredes, hechas
para desafiar a los temblores de tierra, frecuentes en la región. Los techos
eran bajos, y para entrar había que descender varios escalones, porque el piso
estaba bajo nivel. Era como entrar a una cueva, era sumergirse en una
espelunca.
¡Marquesa!
¡Marquesa! - clamó el tirano, asomándose a una puertecilla.
La
tal Marquesa no era, como supuse en un principio, linajuda dama de sangre
azul; sino la cocinera de la casa, joven de buen ver y sangre indudablemente
roja, de un rojo subido, a juzgar por el color de las regordetas mejillas de la
moza. Parece que el uso de substantivo “marquesa” como nombre propio era común
entre la gente pobre de aquellos contornos.
Durante
la cena me expliqué el misterio de la ausencia de muebles: reemplazábanlos dos
o tres alacenas empotradas en el mismo muro, con lo que fácilmente pasaban
inadvertidas. La pared había entregado su vientre para que lo convirtieran en
ropero, en vasar, en trinchante.
Según
Marquesa fue abriendo las alacenas, descubrí nutridas ringlas de tarros de
dulce, frascos con frutas en conserva, latas con toda la apariencia de contener
mermelada, toda una batería de apetitosas provisiones.
Era
ya bastante tarde, casi media noche, cuando tomábamos el café, sentados frente
a la chimenea, que mi tirano había hecho encender para la comida. Los grandes
leños de chañar se habían desmoronado en pequeñas brasas.
Fue
el momento que eligió el tirano para decirme:
Al
invitarlo a pasar aquí la noche, además del deseo de que usted conociese esto,
ha habido por mi parte un poco de egoísmo... Se me anunció hoy que una gavilla
de ladrones ha preparado para esta noche un golpe de mano sobre esta casa,
aprovechando la circunstancia de haberme quedado solo en ella, por ausencia de
toda mi familia. Se lo digo para que esté sobre aviso. Afortunadamente, tenemos
armas...
Todavía
es un misterio para mí cómo no se me cayó de las manos la taza de café.
Nuevamente
iluminó mi alma la enseñanza del maestro; nuevamente triunfó Carreño;
nuevamente me creí en el caso de dar las gracias al tirano.
El
cual había mandado apercibir, para reposo de mi quebrantada persona, una cama
en el mismo cuarto que él ocupaba. Por desgracia, y aunque el sueño me vencía,
pronto pude persuadirme de que Dios no quería que yo durmiese aquella noche. Olmedo,
contrariando lo que yo conocía de sus costumbres, había dado en ser locuaz.
¿Conoce
usted lo del crimen? - me preguntó.
¿De
qué crimen? - respondí yo, medio adormilado, entreabriendo los párpados.
El
crimen espantoso que se cometió hace muchos años en esta misma casa, antes de
que la comprase mi abuelo. Aquí, en esta misma habitación, un hombre, un rico
propietario, mató a su mujer y a sus tres hijos. ¿Sabe usted cómo los mató?
No,
no sé. Ya le he dicho que es la primera noticia que tengo de ese hecho -
contesté yo, que sólo deseaba que aquel infame me dejase dormir.
Pues
los mató a hachazos... A la mujer le partió el cráneo de un hachazo. A dos de
los hijos, los desmayó primero a golpes, y luego les seccionó el cuello de un
hachazo, con un corte de maestro. Al otro...
Por
favor - me atreví a contestar - no continúe... Voy a tener pesadillas; voy a
pasar una mala noche... Son demasiados hachazos...
Bien,
no hablaré una palabra más al respecto.
Efectivamente,
cumplió su promesa. Unos minutos después, rompía el silencio para decirme:
Hasta
hace pocos años se veían aún en las paredes de este cuarto las manchas de
sangre... Esta habitación estuvo clausurada mucho tiempo... Mi abuelo nunca
quiso...
Esto
fue lo que yo pude oírle; lo demás, si es que dijo algo más, se lo dijo a un
tronco.
Porque
- ¡loado sea Dios! - había conseguido dormirme.
*
* *
¡Levántese,
Pérez! ¡Levántese! ¡Ahí están!...
Con
estas y otras expresiones no menos conminatorias me despertó pocos instantes
después el hombre que había hecho de mí su víctima; y, al mismo tiempo, me
sacudía vigorosamente.
¿Qué
hay? ¿Quién está? Que vuelvan en otro momento... Que vayan a la otra
ventanilla... - dije yo con mal humor.
Es
indudable que la última frase me la dictó mi práctica de viejo empleado de
Banco.
Me
levanté, en fin, medio dormido todavía. Olmedo empuñaba un revólver.
Sígame
- ordenó. - Vamos a recorrer el viñedo.
La
perspectiva no me resultaba halagadora, a media noche, en pleno invierno y con
una colcha por todo abrigo. Esa indumentaria puede estar bien para presentarse
en una escena de Ba-Ta-Clan, pero no para recorrer un viñedo en persecución de
malhechores.
¿Tiene
revólver? - me preguntó Olmedo.
Instintivamente
eché mano a los bolsillos de la colcha, la cual, como la mayor parte de las
colchas no tenía bolsillos.
Bueno
- me ordenó el tirano - ármese con lo que pueda.
Me
armé de paciencia y de un paraguas que encontré en un rincón, y al cual sólo
le faltaba la tela.
¿Y
esa luz? - dije a Olmedo, señalando la ventana de un rancho o cosa así,
contiguo al edificio principal. Efectivamente, la ventana estaba iluminada.
Es
Marquesa, que le está enseñando a leer a Ramón. Se van a casar dentro de dos
meses, y la muchacha dice que no quiere casarse con un analfabeto.
Aunque
me pareció que ni aquellas horas ni aquel lugar eran los más apropiados para
dedicarse a la enseñanza, me reservé el comentario para mi fuero interno. ¿Qué
tenía que ver yo en el asunto, después de todo?
En
el viñedo no se oía ruido alguno, ni se veía alma viviente. Bien es cierto que
la noche estaba muy obscura. Sólo cuando pasamos cerca de lo que podríamos
llamar la escuela nocturna oímos un rumor como si efectivamente estuviesen
deletreando. Aquello disipó de mi espíritu muchos recelos.
En
esto un relámpago iluminó el viñedo.
A
su luz vi con espanto que a distancia de unos cincuenta pasos había una forma
humana.
¡El
revólver, el revólver! ¡Deme el revólver! - susurré.
Olmedo
me entregó el revólver y se hizo cargo del esqueleto de paraguas.
Aguardamos
otro relámpago; y apenas el viñedo volvió a iluminarse con una luz pálida y
verdosa, oprimí el gatillo. Disparé con la misma saña que si el blanco hubiera
sido Olmedo.
Alcancé
a ver que el hombre abría los brazos para desplomarse. Supuse que se habría
desplomado, porque con ese objeto abren los brazos en cruz, generalmente, las
personas que reciben un balazo.
Nos
acostamos de nuevo. Excuso decir que en el resto de la noche no pegué los ojos.
Durante varias terribles horas mi ocupación consistió en redactar mentalmente la
carta que enviaría al gerente y a los compañeros del Banco despidiéndome de
ellos antes de que las autoridades policiales se hiciesen cargo de mi alojamiento
y manutención.
El
espantapájaros que maté una vez en un viñedo, allá en Tediosa, no debe haber
sufrido mucho, a consecuencia del balazo. Probablemente seguirá todavía prestando
servicios.
Las
personas que se propongan invitarme a pernoctar en algún establecimiento de
campo deberán garantizarme previamente que no corro riesgo de presenciar
robos, salteamientos ni otros hechos vandálicos de la misma índole.
Enrique
Méndez Calzada, “Y volvió Jesús a Buenos Aires”, Bs. As., 1926.