Estaba
en Suiza un perro romano
visitando
a su tocayo Bernardo.
Era
éste un alto prelado
fraterno
juez aún no reconciliado.
Deseaba
Bernardo –el humano-,
escanciar
del vino amontillado,
mas
era difícil sin ser lastimado
por
lo que hubo de portarse cauto.
Dijo
en inglés bien pronunciado
“¡Help!”,
y también en castellano,
pues
era políglota, y muy viajado,
aunque
nada le daba resultado.
“La
bebida es importante –es decir-.
la
estampilla”, decía claudicante,
mientras
continuaba desplumando aves
impertinentes
de su corral, reluctantes,
que
al ver al perro huían tremulantes,
por
no morir en la iglesia conciliante.
Tuvo
la idea, entonces, atrevida
de
mostrar su urgencia sin ambages,
“Necesito
la estampilla o me muero,
quiero
decir, la bebida, ya tú sabes.”
Acabóse
el diálogo entre canes,
y
postróse el Bernardo anhelante.
“Así
seré reconocido por mis pares
y
mi necesidad satisfaré al ser iguales,
nadie
me llamará cismático, ¡ya nadie!”.
Oh,
tus últimas palabras serán tales,
Bernardo,
¿no sabes que de animales
las
historias suelen ser irreales?
Para
ti un barrilito tendrán los romanos,
con
té de sardonia que te hará un guiñapo,
similar
a los herejes modernistas liberales
del
Maligno monigotes y jayanes.
Rubén
Delrío