Nuestro conocido Juan Quelonio nos dice que pocas cosas logran penetrar en él al punto de conmoverlo y deleitarlo, y sin embargo recientemente la emoción lo embargó de tal manera que lo llevó a verter lágrimas en abundancia y gemir enervado como una muchachita en el culmen de un enamoramiento primerizo. Con trémulo balbucear nos comunicó la razón de su febril estado.
“Qué son, desangrado
son, corazón”, canturreaba un tanto pálido, cuando nos dijo, aún estremecido:
“Oh, maravillas de la retórica tonante que suavemente se esparce por el aire
como un perfume de flor delicada, como aroma que exuda la pureza incontaminada
de una flor recién abierta. Escuche, amigo Rústico, estas palabras salidas de
un corazón enternecido y celoso, de un corazón compasivo y generoso, de un
corazón amable y cálido, en un reciente e inolvidable sermón. Oh, qué ternura
asperja mis orejas cuando pienso en que tales palabras emanan naturalmente de
un corazón lozano y cariñoso, en extremo humilde y sencillo. Escuche Ud. por favor:
Lo que
quiere Dios en la época de la Revolución Anticristiana es que el hombre saque
el celo, el profundo cristianismo, del Corazón Sacratísimo de Jesús.
¿Y no
hemos de sembrar los grandes y hermosos pensamientos que sacamos —mediante el
Evangelio y los Santos— del Corazón de Jesús en los surcos de nuestra
abnegación? Solamente así podemos esperar que nuestro corazón lata por una sola
cosa, y que su latido sea sentimiento cálido, compasión, amor, entusiasmo por
el Corazón divino.
Nuestro
Señor Jesucristo ha declarado, sin ambigüedad, que le duele el desprecio con
que le tratan los hombres. Santa Margarita Alacoque ha manifestado
explícitamente que el Señor sufre. Jesús le mostró su Corazón, que es
infinitamente dichoso en su gloria, pero que al mismo tiempo está ceñido con
corona de espinas y la cruz proyecta sus sombras sobre la sagrada llaga.
El que
quiere aprender a amar, empiece por tener compasión. Nunca podremos amar tanto
a Dios, como amándole con espíritu de amor compasivo.
No nos
olvidemos, pues, de avivar nuestra compasión. Jesús desea que nos apiademos de
Él, que le brindemos el amor de reparación.
El corazón
compasivo participa de los dolores de Jesús y se alegra de poder hacer algo,
que sea grato al Corazón divino ultrajado.
Y esta
compasión acrecienta las fuerzas del alma; porque el amor de Dios no debilita
nunca, ni siquiera cuando hace verter lágrimas; no mengua las fuerzas; sino que
siempre unge al alma, la forma para los sacrificios, y le inspira el anhelo
apasionado de hacer todo cuanto puede, de ofrendar todo aquello de que es
capaz: lo da todo a Dios, sin reservarse nada para sí.
Con este
amor compasivo, reparemos al Corazón Sacratísimo.
Don Quelonio cerró su recitado entre lágrimas que no pudo
disimular. Yo también, debo confesarlo, me estremecí y tuve que sonarme la
nariz un par de veces. Menos mal que siempre tengo a mano pañuelos descartables
de tres hojas. Una vez repuesto aquel, le inquirí quién era el autor de tan
sentidas palabras con las cuales había ungido mis dóciles oídos. “Oh, el cura párroco
de Radio Cerianidad, en su sermón del Sagrado Corazón”, respondió aún sin mirarme, como si volviera a
convulsionarse, presa de la agitación. Cuando alzó de nuevo sus ojos, adiviné
que volvería a recitar esas u otras palabras que su mollera retenía como un
termo Lumilagro retiene el calor del agua para el mate. Así que intempestivo
debí anticiparme para evitar su nuevo arranque sentimental. No fuera cosa que
se me contagiase.
Espere un momento, le dije a Quelonio. Ahora
he de ser yo quien le recite algo. Présteme oídos, y si de un tal corazón
hablamos, escuche Ud. lo que su recitado me ha traído a la mente, para
caracterizarlo:
“Pensad, os ruego, que estáis
razonando con el judío. Tanto valdría iros a la playa y ordenar a la marea que
no suba a su altura habitual; podéis también preguntar al lobo por qué obliga a
la oveja a balar en reclamo de su cordero; podéis asimismo prohibir a los pinos
de las montañas que balanceen sus altas copas cuando son agitadas por los
ventarrones celestes; podéis igualmente llevar a cabo la empresa más dura de
ejecución antes de probar el ablandamiento (pues, ¿hay nada más duro?) de su
corazón judío” (Shakespeare El mercader de Venecia,
Acto IV, Escena I).
Pues
como enseña el maestro danés Kierkegaard, “El maestro enseña más con lo que es que con lo que dice”, y detrás de
esa pomposa y cuidada retórica se esconde el orgullo, la impiedad, la dureza,
la difamación y el odio, en definitiva, el fariseísmo.
Mientras don Quelonio herido en sus sentimientos había
emprendido ya su lenta retirada, le agregué a su extraño andar unas palabras de la
santa del Sagrado Corazón, Margarita María de Alacoque, por si las podía llegar
a apreciar:
“¿Queréis saber quién penetrará más adentro en la sagrada instancia del Corazón de Jesús? El que sea más humilde y más despreciado; el que más se despoje de todo, será el que tendrá más; el más mortificado será el más acariciado; el más caritativo será el más amado; el más silencioso será el más adoctrinado; el más obediente, en fin, será el que tendrá más crédito y más poder”.
“La soberbia es la
mayor deuda ante la justicia divina”.
La Resistencia no fláccida
tiene un corazón acorde
con su dureza a toda prueba.