EL FUNCIONARIO LOCO
por Gilbert K. Chesterton
Perder la razón es la cosa más lenta y más aburrida del
mundo. Desde mi infancia, he estado a punto de hacerlo más de una vez. Al igual
que casi todos mis amigos, al haber nacido bajo la maldición que aflige a todos
los mortales, pero especialmente a los modernos. Me refiero a la maldición que
hace que un hombre tenga que forzar su inteligencia casi hasta el límite antes
de tener la oportunidad de vivir.
Pero el proceso de enloquecer es aburrido por la sencilla
razón de que nadie es consciente de que sucede. La rutina, el tomarse las cosas
al pie de la letra, una seriedad seca, un hambre mental, componen el ambiente
de la enfermedad. Si alguien pudiese ser consciente de su locura, dejaría de
estar loco.
Una persona estudia algunos textos del libro de Daniel o
criptogramas en las obras de Shakespeare, con unas lupas monstruosas que
siempre tiene puestas sobre la nariz. Si se las pudiese quitar una sola vez,
las haría añicos. Una persona deduce sus fantasías, sobre la raza anglosajona o
sobre el sexto sello, de un primer axioma que no puede ver. Si pudiera estudiarlo,
se daría cuenta de que no está allí.
Este lento y temible proceso de autohipnosis mediante el
error puede ocurrirle no solamente a individuos sino a sociedades enteras. Es
difícil detectarlo y demostrar que ocurre,
por lo tanto es difícil de curar. Pero esta degradación mental puede ser
detectada mediante un examen que considero eficaz. Una nación no enloquece por
hacer cosas extravagantes, mientras las emprenda con un espíritu extravagante:
Los cruzados que no se arreglaban la barba hasta no contemplar Jerusalén, los
jacobinos llamándose los unos a los otros Harmondius o Epaminodas cuando sus
nombres eran Jacques y Jules. Son excentricidades, pero fueron obra de almas
turbulentas durante tiempos alborotados.
Pero cuando vemos una excentricidad encajada con mansedumbre,
el estado ha enloquecido. Por ejemplo, tengo licencia de armas. Por todo lo que
yo sé, esto, lógicamente, me permite disparar cincuenta y nueve cañones día y
noche, en mi jardín. No me sorprendería que alguien lo hiciese porque se lo
pasaría muy bien. Pero me sorprendería que los vecinos lo aceptasen como algo
normal solamente por ser conforme a la letra de la ley.
U otro ejemplo: Tengo licencia para perros y puede que tenga
derecho (por lo poco que sé) a soltar diez mil perros salvajes en
Buckinghamshire. No me sorprendería ante semejante ley, porque en la moderna
Inglaterra prácticamente no hay ley de la que no asombrarse. Ni siquiera me
sorprendería ante el hombre que lo hiciese, porque cierta clase de persona, si
vive lo bastante sometido al sistema de terratenientes inglés, sería capaz de cualquier
cosa. Pero me alarmaría ante gente capaz de aceptarlo. En otras palabras,
pensaría que el mundo ha perdido la razón si el incidente fuese aceptado en
silencio.
Ahora bien, cosas como estas suceden cada día y son
aceptadas en silencio. Todos los golpes se deslizan por la suavidad de un muro
esmaltado. Los golpes no se escuchan contra la blandura de una celda acolchada.
Y es que la locura es un estado tan pasivo como activo. Es una parálisis, una
negativa de los nervios a responder ante un estímulo normal tanto como una
respuesta anómala. Hay colectivos, a los que se puede distinguir claramente en
algunos lugares de la historia, que pasan de la riqueza a la miseria, de la gloria
a la insignificancia, de la libertad a la esclavitud, no ya en silencio sino
incluso con serenidad. Han perdido el poder de asombrarse de sus propias
acciones. El rostro aún sonríe por más que los miembros de forma repugnante se
están desprendiendo del cuerpo. Cuando adoptan una moda descabellada o
promulgan una ley absurda, no se asombran del monstruo que han parido. Se han
acostumbrado a su propia sinrazón. Su cosmos es el caos, el remolino su
aliento. Estas naciones se arriesgan, en verdad, a perder colectivamente la cabeza;
de convertirse en un vasto teatro de la estupidez, con ciudades en ruinas y
locos campos salpicados de industriosos lunáticos. Uno de estos países es la
moderna Inglaterra.
He aquí un ejemplo sacado de la realidad, una pequeña
muestra de cómo funciona realmente nuestra conciencia social: de espíritu
domesticado, descabellado en el resultado, recibido en silencio. Algo sin la
luz del entendimiento. Tomo este párrafo de un diario.
“Ayer en Epping, Thomas Woolbourne, un obrero de Lambourne,
fue citado a juicio junto a su esposa por negligencia de sus cinco hijos. El
Dr. Alpin declaró que fue invitado a visitar el hogar del acusado por
inspectores de la sociedad nacional para la prevención de la crueldad contra la
infancia Tanto la casita como los niños estaban muy sucios. Comprobó que la
salud de los niños era extraordinariamente buena, aunque la situación sería
grave en caso de enfermedad. Se comprobó que los acusados estaban sobrios. El
hombre quedó en libertad. La mujer, que alegó en su defensa que no podía limpiar
la casita porque no tenía agua corriente y estaba enferma, fue sentenciada a seis
semanas de cárcel. La sentencia sorprendió a los acusados. La mujer fue
arrastrada fuera de la sala llorando y gritando “¡Qué Dios me ayude!”.
No sé cómo llamar esto si no es chino. Invoca la imagen
mental de una arcaica e inmutable corte oriental en que hombres de rostro
reseco ejecutan alguna atroz crueldad acompañándose de proverbios y epigramas
cuyo sentido han olvidado. En ambos casos lo único que podemos considerar real
es la injusticia. Si aplicamos el menor toque de razón, todas las acusaciones
de Epping se disuelven hasta la nada. Desafío aquí a cualquier persona cuerda a
explicarme porqué metieron en la cárcel a esa mujer. O por ser pobre o por
estar enferma. Nadie ha sugerido, nadie puede sugerir, de hecho nadie ha dicho,
que cometió algún otro crimen. Al médico le llamaron de una sociedad para la
prevención de la crueldad hacia los niños. ¿Era culpable esta mujer de crueldad
hacia los niños? En absoluto. ¿Dijo el médico que fuese culpable? En absoluto. ¿Había
alguna prueba, por remota que fuese, que delataba el pecado de crueldad? Ni un ápice.
Lo peor que el doctor se decidió a decir es que aunque la salud de los niños
era extraordinariamente buena, la situación sería grave en caso de enfermedad.
Si el médico me indicase una situación que resultase cómica en caso de
enfermedad, tomaría en consideración su argumento. Esto es lo peor de las
preocupaciones modernas. El doctor loco está efectivamente loco. Es, en el
sentido literal y práctico, un demente pero sigue siendo, en el sentido literal
y práctico, médico. La única cuestión es la antigua “Quis docebit ipsum
doctorem?”. Pues la crueldad hacia los niños es algo por completo
antinatural, instintivamente maldita en el cielo y la tierra, pero el abandonar
los niños es algo natural, como el abandonar cualquier otro deber. Solo una
ligera diferencia separa el estirar brazos y piernas haciendo gimnasia a estirarlos
en el potro de tortura. Solo una ligera diferencia separa la cirugía de la
tortura. A retorcerle a alguien los pulgares se le puede llamar manicura con
facilidad. A que te arranquen los miembros potros salvajes, masaje. El problema
moderno no es tanto lo que la gente soportará como lo que no soportará. Pero me
temo que estoy interrumpiendo... ya hierve el agua y el décimo mandarín está
recitando los diecisiete principios fundamentales y las cincuenta y tres
virtudes del sagrado emperador.