La mujerona sorbe un último trago del
pico, trago largo de licor dulzón y amarillento que casi abandona por completo
la manoseada botella. El último resto baja ensalivado y turbio, para esperar el
regreso de la escena. Echa luego una mirada a la mesita donde entre chucherías
ha colocado una parva de estampitas, a cual más devota y pía. Las mira ya
justificada y en cuanto apaga la luz de su camarín, las olvida.
Al llegar a la escena atropella el
micrófono entre ruidos y rugidos, mientras un sonidista acompaña con una música
pomposa, excitante, como de película 3D. Y ya sin importarle nada, sintiéndose
enteramente libre para desaguar sus jugos gástricos despotricando groseramente,
la mujerona emprende de un tirón su número, con el habla segura e hiriente de
la impudicia más conveniente. De su boca emerge un hedor rancio y avinagrado,
mescolanza efervescente de los vapores fermentados del alcohol, la comida dos
veces recalentada de la noche y una halitosis tercamente rebelde. Tiene en
mente aquella figura obsesionante que nunca siquiera la miró, aquel embrujo
obstinado que le carcome las entrañas, aquel hombre objeto de sus odios más
agitantes. Algunas palabras salen apuradas y contrahechas (dice Auqnue en vez de Aunque, por ejemplo) y gasea la atmósfera con chistes que nadie
festeja, tal vez porque el veneno que se percibe y que atraviesa el aire como
el humo de un incendio no hace más que causar desagrado en quienes aún no han
bebido suficiente. La despechada incluso hace chistes sobre los “Santos
Inocentes” y después se corrige pero malamente, simulando una piedad que imita
de una vieja estampa, para cambiar un poco el ritmo de su ya repetido monólogo.
Pero no parece fatigarse y en sus
desvaríos es consecuente. Cuando lo crea conveniente la petaca auxiliadora le
dará más cuerda a su show tronante e incendiario. Quién sabe si su tema
constante no sea, como dijo un famoso escritor, “la discordia de lo real y de
sus ilusiones románticas.”
Lo cierto es que su caso es visto por
muchos con la curiosidad de quien se acerca a la feria ambulante a ver a la “mujer
barbuda” u otro fenómeno por el estilo. Es todo un caso sin dudas. Pero ella
sigue su número, a pesar de las miradas y los comentarios que reflejan su
ridículo, a pesar de las risas que provoca cuando menos lo esperaba. Continúa,
claro, sin hartarse nunca, exhibiendo su rutina, porque ella es la dueña de la
fonda.