DOS
CONSULTAS EN LA CALLE
Juan Carlos
Moreno
Una
larga ovación resonó en la sala del teatro cuando el padre Eudosio dio término
a su conferencia y se retiró recatadamente del escenario. Diversas reacciones
habían producido, empero, sus palabras entre el nutridísimo auditorio que había
acudido, atraído por su fama. Los ojos de algunos brillaban por el entusiasmo;
los de otros, en cambio, parecían extrañados o tal vez contrariados. El buen
observador hubiera podido advertir que las exclamaciones casi frenéticas habían
partido de los sectores juveniles; mientras que los aplausos débiles, como
obligados, provenían de algunos palcos y plateas delanteras, ocupados por gente
madura y aburguesada, como si ésta no estuviera satisfecha de las
conclusiones a que había arribado el conferenciante.
Era
éste, seguramente, el más discutido discurso pronunciado por el padre Eudosio
en un gran local céntrico, a donde había sido invitado a hablar por un
instituto de caridad, que destinaba el producto de las entradas al sostén de
sus obras. El tema había versado acerca de la interpretación genuina del Evangelio
frente al mundo moderno, que el orador había encarado en forma sorprendente.
La
enorme concurrencia fue abandonando lentamente el teatro en medio de los más
contradictorios comentarios. Muchos permanecieron en el vestíbulo con ánimo de
aguardar al padre Eudosio para felicitarlo; pero se vieron defraudados, porque
el benedictino, por huir de las demostraciones, había salido por una puertecita
lateral. Saludó a los que allí estaban y tomó en seguida la vereda bullente,
acompañado, a pesar de todo, por jóvenes que llevaban en la solapa el
distintivo de la Acción Católica.
-Muchas
gracias, hijo: tomaré el subterráneo.
-Si
usted me permite, lo llevaré hasta el convento. Ya es muy tarde.
En
efecto, había cerrado la noche. El sacerdote miró con simpatía al joven,
vestido con elegancia, y tomándole amistosamente por el brazo, le dijo sonriendo:
—Acabo de predicar la vida heroica y la pobreza. Debo dar ejemplo. Aparte de eso, es bueno usar de las herramientas naturales que Dios nos ha proporcionado para trasladarnos.
—Acabo de predicar la vida heroica y la pobreza. Debo dar ejemplo. Aparte de eso, es bueno usar de las herramientas naturales que Dios nos ha proporcionado para trasladarnos.
-Bien,
padre; no insistiré —respondió el joven, apenado y confuso.— Es que también
deseábamos hacerle algunas consultas a propósito de lo que usted dijo en su
conferencia.
—Estoy
a la disposición de ustedes. Si no tienen inconvenientes, podemos hablar
mientras caminamos.
Echaron
a andar lentamente el monje y los dos jóvenes por las céntricas arterias,
ardientes de tráfago y de luces. El lugar y la hora no eran los más propicios
para conversaciones espirituales; pero el padre Eudosio comprendía
perfectamente que a tiempos nuevos corresponden formas nuevas y recordaba la
recomendación paulina de enseñar oportuna e inoportunamente.
—Sus
palabras me han impresionado mucho, padre —expresó el otro joven, que hasta
entonces había permanecido en silencio.— Ya lo había escuchado otras veces;
pero hoy, como nunca, llegó usted a lo más vivo de mi ser. Ha explicado usted
la doctrina en una forma que no estamos acostumbrados a oírla. Estoy seguro que
a muchos les habrá dado una sorpresa. Por poco ha condenado usted en vida a los
que poseen grandes fortunas.
—Ya
sabe usted cuán difícil es, según Jesús, que un rico entre en el reino de los
cielos.
—Y
ha exaltado demasiado, a mi parecer, a los pobres y a los despreciados.
—Para
ellos están destinadas todas las bienaventuranzas, hijo.
—Acepto
lo que usted dice, padre, porque reconozco su autoridad. Pero nosotros queríamos
que usted nos aclarara, para nuestra mejor comprensión, algunas frases
avanzadas. Usted dio a entender que la cultura y el progreso modernos carecen de
mérito.
Dijo también
que vivimos engañados
en la manera de practicar nuestras costumbres y nuestras devociones. Mucho
ruido, mucho movimiento, dijo usted, y muy poca vida cristiana. . . Este es el aspecto
que más
me interesa como miembro de la Acción Católica.
-Perdóneme,
padre —añadió el joven del automóvil. Usted ha vertido algunos conceptos revolucionarios.
Usted ha echado por tierra, como conquistas sin valor, nuestra civilización, el
estudio y las profesiones, y hasta ha censurado a los que se esfuerzan por
alcanzar un brillante porvenir en la sociedad. Este año me recibiré de
ingeniero civil... ¿He perdido lastimosamente el tiempo? Mi padre es arquitecto
y su mayor orgullo lo cifra en haber levantado un rascacielo de quince pisos. .
. ¿Ha cometido un grave error? Esto es lo que no comprendo. Sus palabras me han
perturbado el espíritu y me han llenado de dudas.
Detuviéronse
los tres un instante en la esquina aguardando a que desfilara el tránsito de
turno, y el padre Eudosio habló entonces con lentitud y gravedad:
-Me
sería sumamente fácil tranquilizar su connciencia, hijo, y no procedería mal si
así lo hiciera. El uso de los bienes lícitos en la vida moderna, sin el
abandono de las leyes divinas, es más plausible que indiferente. Pero no sería
necesario que yo hablara en público para recomendar a los católicos que se
mantengan tranquilos en sus actuales ideas y costumbres. Yo quiero que los
buenos salgan por encima de esa vulgar e infructífera medianía en que viven. Yo
amo y deseo que amen las cosas heroicas y abnegadas. Si debo hablar y no perder
el tiempo de mi ministerio, es menester que predique la doctrina de Cristo como
Él quiere que sea predicada. La doctrina de Cristo es contraria al mundo. Él
vino a traer la duda y la contradicción; es evidente: su reino pertenece a otro
mundo. Cristo no se conforma con el siglo, sino que lucha contra el siglo.
Cristo desea el combate permanente del hombre, mientras éste resida en el
mundo. He aquí la explicación de la existencia del Bien y del Mal. Si no
existiera el Mal, no resaltaría el Bien. Si todo estuviera dentro del Bien, no
habría lucha, y, por consiguiente, no habría méritos. Cristo quiere que
peleemos y venzamos. Lo que se consigue sin esfuerzo, carece de mérito, por
bueno que parezca. Los aplausos del mundo, el éxito dentro del mundo, van
contra la finalidad superior de esta lucha decisiva. Por eso, si bien mis
conferencias son aplaudidas, trato de huir de ese ruido vano que entorpecerá mi
obra ministerial. No busco mi gloria, sino la gloria de Cristo. Si la merezco,
Él me dará después parte de su gloria. La gloria de Cristo se conquista
enseñando el sentido auténtico de la doctrina de Cristo y practicando esa doctrina,
que es de combates, de mortificaciones y de renunciamientos.
En
tanto que así hablaban habían cruzado la calzada y llegado hasta la boca del
subterráneo de la Diagonal Norte, casi sin advertirlo, atraídos
los dos jóvenes por la rara sugestión que
impregnaban las palabras del benedictino.
-Pienso,
padre, que con ese criterio voy a sacar poco provecho en el ejercicio de mi
profesión -dijo el estudiante de ingeniería.
-¿Aspira
usted a ser algo más que un ingeniero brillante, algo más que un hombre
afortunado en el mundo?
-Si
fuera posible, naturalmente. . .
-Eso
deseo yo también. Hay demasiados profesionales brillantes y la Iglesia no
aprovecha nada con ellos. Cristo no ve aumentada su gloria con la gloria
particular de los católicos. El católico que gana fama para sí mismo, se la quita
a Cristo; el que se enriquece, empobrece a Cristo; el que se huelga en las
comodidades y placeres, trae a Cristo la incomodidad y el sufrimiento. Si usted
estudia para ostentar un título y ganar dinero exclusivamente, carecerá de
méritos sobrenaturales. Si lo hace con miras más elevadas, como medio para emplear
su influencia en el triunfo de la Iglesia, alcanzará esos méritos. Dios mide
las intenciones y premia, según el tamaño del esfuerzo empleado. Yo no puedo
alabar, mi estimado joven, el enorme edificio que ha levantado su padre. Si
hemos de reconocer el bien de una obra por sus resultados, veremos que los
resultados de los rascacielos son nocivos para la sociedad. Es una conquista
del mundo que es, al propio tiempo, un entorpecimiento para conquistar el cielo.
Los departamentos de esos grandes edificios, confortables, pero calculados y
estrechos, fomentan la molicie y la concupiscencia, e invitan a la formación de
hogares sin hijos. Reducen el aire y el lugar de convivencia, obligando a sus
moradores a salir a la calle, y constriñen, al mismo tiempo, el espacio que se
requiere para mirar con agrado las cosas del cielo y del alma. El rascacielo
es, sin duda, una obra admirable, pero sus consecuencias sociales son
contrarias, al espíritu.
El
rostro del hijo del arquitecto manifestaba pena y alteración, y como en ese
momento se disponían a descender la escalinata del subterráneo, se apresuró a
tender la mano al sacerdote:
—Voy
a regresar, padre; he dejado mi coche frente al teatro. Mucho gusto. Adiós.
Despidióse
también de su amigo, el cual descendió con el padre Eudosio, y ambos tomaron
asiento en el convoy que llegaba.
—¿Es
muy rico su amigo? —preguntó el monje a su acompañante.
—Sí,
padre.
—Se
ha ido triste, como el joven rico del Evangelio. Se ha turbado su espíritu, es
cierto, porque es sincero. Pero esto no le hará mal: será una inquietud siempre
útil para su alma.
-Es
inteligente y buen católico; pero el ambiente en que vive le obliga a defender
ciertos puntos de vista que no son enteramente justos. Cuando tratamos de temas
sociales se inclina demasiado a favor de las clases patronales. Le confieso,
padre, que yo estoy de acuerdo con su modo de ver, y siento que su
interpretación del Evangelio es ortodoxa. A mí me agradan las interpretaciones
extremas.
-Está
correctamente empleada la palabra, si está orientada hacia el bien. En ese
sentido, Jesús fue extremista, porque llevaba hasta el extremo la solución de
los problemas humanos y divinos. Jesús no predicó el término medio, que es la
doctrina de las medianías. Los santos y los héroes han sido seres que se han
apartado de los demás hombres en la forma de proceder. Fueron más allá de donde
se atrevían a ir los demás. El que quiere seguir a Jesús no solamente debe
dejar a sus padres y hermanos, sino a su esposa e hijos; más: debe despojarse
de todas sus riquezas; más todavía: debe negarse a sí mismo. La negación de sí
mismo, abandonando la propia voluntad en manos de Dios, lleva a la perfección.
¿Y quién se niega hoy a sí mismo? Pues si nadie se niega hoy a sí mismo, yo, al
ir contra el mundo, me coloco del lado de Jesús.
-¡Padre!
—exclamó
entusiasmado el joven.—¡Yo amo la doctrina de Jesús! ¡Es tan hermosa, tan. . .
incomprensible!
—Ciertamente
es incomprensible; pero, ¿usted la comprende?
—preguntó el monje mirando con fijeza e interés la faz del joven que espontáneamente
se había prestado a acompañarle.
—Sí,
padre: la comprendo —respondió éste con las pupilas alegres y expresivas.
—Bienaventurados
los que comprenden lo incomprensible, los que descubren lo que permanece oculto
a los ojos del mundo —musitó quedamente el padre Eudosio.
—¡Yo
amo el Evangelio! —repitió el joven con viveza. —¡Es lo único que satisface a
mi alma! Sólo allí he encontrado la explicación justa de todos los misterios de
la vida, la razón de ser de muchas cosas extrañas.— Añadió en voz baja, temblorosa:
—A veces he pensado, padre, que tal vez Dios quiere llamarme a la vida
religiosa.
El
padre Eudosio no se volvió esta vez para ver al que así le hablaba,
comprendiendo que aquella confesión había sido el objeto principal que lo había
movido a acompañarle; y bendijo al Señor.
—Sin
embargo, sus palabras de hoy me han desconcertado —añadió el joven. —Yo he
soñado alguna vez que podría llegar a ser un orador sagrado erudito, que
conmoviera y admirara a mis oyentes con la elocuencia de mis palabras; y,
además, no lo niego, en ese caso me agradaría mucho que me aplaudiesen. No me
asustan los votos de pobreza ni de castidad, aun cuando sé
lo que cuesta guardar este último; pero
me parece que me sería más
difícil someterme a la obediencia. Me gusta disponer de toda mi libertad.
-¡Hijo
mío: todavía no está madura su vocación! —díjole seriamente el padre Eudosio.
—Veo que es necesario que lo piense todavía con más tiempo y calma; que lo
rumie con Dios. No debe tomarse la carrera eclesiástica
para deslumbrar a Ios feligreses con brillantes discursos. Eso va contra la
humildad, que es una virtud principal. El sacerdote debe ser un instrumento
dócil en las manos de Dios. Si Él le da a usted talento y luces, debe usted
emplearlos como cosas de Él, y para gloria de Él, debiendo usted desaparecer.
Porque la soberbia se puede apoderar de nosotros y cegarnos y perdernos. Así
se explica que los santos, aunque fueron, contra su voluntad, muy celebrados,
huyeron siempre de las alabanzas. En cuanto a la obediencia, ésta es una virtud
tan grande y tan preciosa, que sólo se llega a apreciarla debidamente cuando
uno se somete voluntariamente a ella.
—Usted
pide poco menos que uno se parezca a San Francisco de Asís.
—Exactamente.
San Francisco, por su parte, no deseaba ser como San Francisco, sino como
Jesús. Cuanto más alto es el modelo que se desea imitar, más se sube. Aunque
Jesús sabía que no podríamos llegar a ese grado, Él nos pidió que fuésemos perfectos
como su Padre celestial.
—Sus
palabras, padre, me alarman un poco, verdad; pero me convencen, porque son
fuertes, vivas...
—Evangélicas.
—Están
en armonía con la fuerza convincente del Evangelio. Preveo que tendré que
modificar bastante mi modo de considerar algunas cosas. Yo le daba demasiada
importancia al hombre, aun al religioso, con el dominio de su libertad y de su
elocuencia.
—Es
un residuo del diabólico liberalismo, hijo mío. La libertad reside en la
verdad, y la verdad es la palabra de Cristo. No hay más perfecta libertad que
el sometimiento completo a la ley de Cristo. Hijo mío: yo hubiera podido
condescender y acomodarme con los gustos del mundo. Hubiera podido complacer el
criterio del joven que me ofreció su automóvil. No quiero, sin embargo, transar
con el siglo, porque eso no es lo más perfecto. Ya encontrará, por otra parte,
ese joven quien le dé conformidad a su parecer. La verdad de Cristo es
sencilla; pero está como escondida, porque la sencillez no es virtud mundana.
Cristo no nos pide que poseamos una vasta formación filosófica, ni que
pronunciemos bellos discursos, ni que nos destaquemos por nuestras artes ni por
nuestras ciencias. Cristo nos pide caridad, perdón y sometimiento. Quiere que
amemos más abnegadamente a Dios y que amemos más sinceramente al prójimo. No
nos recomendó que escribiéramos ingeniosos libros, sino que alimentáramos
al hambriento y vistiéramos al desnudo; no nos recomendó que nos anotáramos en
muchas sociedades y conquistáramos renombre, sino que fuésemos misericordiosos
y atendiésemos a los enfermos; no nos recomendó que hiciéramos hermosas
viviendas y vistiéramos finas telas, sino que amáramos la pobreza y renunciáramos
a los halagos de la carne. Cristo es el más bello, el más rico, el más poderoso
de los hombres. Sin embargo, se hizo el más sufrido, el más pobre, el más
humilde. Si nosotros nos pareciéramos a Cristo, Él nos dará parte de su gloria,
que es sin comparación muy superior a la gloria del mundo. ¿Qué aspiración
mayor puede haber, pues, en la tierra que imitarlo?
El
padre Eudosio y el joven habían llegado a la estación de Palermo, que
ascendieron, para tomar un tranvía que cruzaba cerca del convento, hasta donde
fueron discurriendo sobre la vocación y el sentido
evangélico.
Al despedirse ambos en la portería, dijo el joven con voz de imploración:
-
Le ruego, padre, me deje volver a verlo otra vez. Hoy he sentido una conmoción
muy fuerte en mis entrañas. Deseo reflexionar un poco antes y conversar de
nuevo con usted, más íntimamente, sobre temas divinos, que cada vez se apoderan
de mí con mayor fuerza.
—Querido
hijo mío —díjole paternalmente, con gran afecto, el padre Eudosio: —rece y
medite durante esta semana y venga en la otra. Me parece que el Señor lo quiere
a usted con especial predilección.
* * *
Antes
de acostarse, ya en su celda, el padre Eudosio escribió el siguiente apunte
para su Tratado de la conversión:
“El
alejamiento de la muchedumbre tiene la virtud, por designio celestial, de
atraer las almas que han menester de consejo para la conversión. Esta puede
tener dos grados: la del mundano que acepta la doctrina cristiana, y la del
cristiano que, aspirando a mayor perfección, desea seguir más fielmente a
Cristo.
“Pienso
que el joven rico del Evangelio, ejemplo que se repite en la sociedad
contemporánea, no se ha perdido, porque amaba la virtud; pero la experiencia me
confirma cada vez más cuán difícil es la salvación del rico, si no usa de sus
bienes como administrador, por dos razones: primera, porque las riquezas y los
halagos que ella trae consigo traban el alma para llegar a la perfecta conversión;
segunda, porque la retención de esos bienes equivale a la privación de su uso
por las clases necesitadas, según el plan divino.
“El
corazón sencillo e incontaminado acepta pronto la palabra de Dios; pero es
menester que ésta sea expuesta con la fuerza genuina que conserva el texto
evangélico para que produzca la conversión con gran eficacia”.
De
Los casos del Padre Eudosio, Club de Lectores,
Bs. As., 1945.