Ruego se me tenga como exceptuado ante
la convicción dominante de nuestros contemporáneos de que el paso de los años
termina con nuestra creencia en Papá Noel.
A mí me ha ocurrido exactamente lo
contrario de lo que aparentemente le ocurre a la mayoría de mis amigos. En
lugar de ir palideciendo su imagen hasta prácticamente desaparecer, Papá Noel
no ha ido sino creciendo más y más en mi existencia al punto de prácticamente
ocuparla por entero.
Y ocurrió del siguiente modo. Siendo
chico me encontré con un fenómeno que requería explicación; colgué una media
vacía de la punta de mi cama que a la mañana siguiente apareció convertida en
una media con un regalo adentro. Yo no había hecho nada para producir las cosas
que estaban dentro. No había trabajado por esas cosas, ni las había hecho ni
ayudado a fabricarlas. Ni siquiera había sido bueno—lejos de eso. Y la
explicación suministrada era que un cierto ser que la gente daba en llamar Papá
Noel se hallaba dispuesto benevolentemente respecto de mi persona. Desde luego,
la mayoría de la gente que habla de estas cosas suelen verse atacadas de un
cierto estado de confusión mental a raíz del cual se les da por atribuir enorme
importancia al nombre de esta entidad. Lo llamamos Papá Noel porque todo el
mundo lo llamaba Papá Noel; pero el caso es que el mero nombre de una divinidad
no pasa de ser una etiqueta. Su nombre verdadero bien podría haber sido
Williams. Podría haber sido el Arcángel Uriel. Lo que nosotros creíamos era que
un cierto agente de notable benevolencia había querido darnos esos juguetes a
cambio de nada. Y, como digo, lo sigo creyendo.
Sólo he ampliado la idea. Por entonces
sólo me maravillaba pensando quién pudo haber sido el que había puesto los
juguetes en la media; ahora me pregunto quién puso la media al lado de la cama,
la cama en el cuarto, el cuarto en la casa, la casa en este planeta y el
planeta en el vacío. Hubo un tiempo en el que me conformaba con agradecerle a
Papá Noel por un par de muñecos y algunos petardos, pero ahora le doy gracias
por las estrellas y los rostros en la calle y el vino y el grandioso mar. Hubo
un tiempo en que encontraba delicioso y maravilloso encontrarme con un juguete
tan grande que apenas si entraba a la media por la mitad. Ahora cada mañana
estoy encantado y admirado de encontrarme ante un regalo tan grande que ni dos
medias alcanzan para contenerlo—y luego, pasa que deja buena parte afuera: se
trata del inmenso y absurdo regalo de mi propia persona, sobre cuyos orígenes
no tengo sugerencia para formular a no ser la de que Papá Noel me lo regaló en
un arranque de una muy peculiar y absolutamente fantástica benevolencia.
Tomado de un artículo intitulado “My Experiences
with Santa Claus”, publicado originalmente en el diario Black
and White
y reimpreso en The London Tablet en
1974.
Tradujo J. Tollers.
De acá.