De
acá
Juan Manuel de Prada
En
mi existencia de lector he saboreado muchos deslumbramientos; pero ninguno tan
gigantesco y perdurable como el que me proporcionó el argentino Leonardo
Castellani. Con legítimo orgullo, puedo confesar que si hoy no soy
un escritor sistémico, ni un católico chirle al uso, se lo debo a este gran
maldito, que con todos se peleó salvo con Dios; también sin asomo de
hipérbole, puedo añadir que, si he mantenido el entusiasmo por mi vocación en
medio de tantas zancadillas y puñaladas traperas, ha sido gracias al ejemplo de este
escritor duro y precioso como un diamante que supo sobreponerse a
todas las penurias y animosidades. Y puede que también conserve la fe gracias a
su influjo benéfico. Castellani ha sido mi faro en las noches oscuras del alma,
mi consuelo en la tribulación, mi guía en la pesquisa de la verdad, mi profesor
de energía, mi protección contra los sobornos mundanos y mi intercesor en el
cielo; pues un pecador tan denodado como yo necesita un abogado tan pugnaz como
Castellani.
Apasionado
polemista, detractor implacable de la modernidad y de toda su cochambre
ideológica, Castellani es sobre todo un campeón de la ortodoxia, que como
ya sabemos es la única forma de heterodoxia que nuestra época repudia. Resulta,
en verdad, sobrecogedor, que un escritor tan formidable haya sido confinado en
los desvanes donde se pudren los escritores prescindibles; y tal confinamiento
lo ha consumado la canallesca cultura sistémica, pero también -no nos
engañemos- la desidia de los presuntos «buenos». Castellani se distinguió por
sostener -y no enmendar- aquellas posturas estéticas, filosóficas o religiosas
que los repartidores de bulas del cotarro cultural han decidido demonizar; las
mismas que por respetos humanos, allanamiento ante el mundo o cobardía propia
de eunucos muchos católicos (incluidos los que gastan báculo) no se atreven a
defender. Aunque, para ser del todo sinceros, esta condena en muerte no es
muy distinta de la que Castellani soportó en vida: expulsado de la Compañía
de Jesús, sufrió todo tipo de tropelías, hasta morir viejo y achacoso, sin más
refugio que unos pocos fieles que lo confortaron en la desdicha y la lealtad
acérrima a sus dos vocaciones -la sacerdotal y la literaria-, íntimamente
desposadas entre sí.
Terrible polemista
Nacido
en 1899 en Reconquista, un pueblo santafesino, Castellani era hijo de
emigrantes italianos. Su padre, un periodista librepensador, halló la muerte en
una confusa trifulca con policías corruptos; es posible que este hecho
marcase su carácter, misántropo y un poco neurótico. Por influjo de su
piadosa madre, Castellani ingresa en la Compañía de Jesús en 1918; y la Compañía,
que descubre enseguida sus dotes extraordinarias, lo envía a estudiar a Roma y
a la Sorbona. En estos años de brillo y cosmopolitismo, Castellani prueba sus
primeras armas literarias, que abarcan casi todos los géneros: volúmenes de
relatos como «Martita Ofelia y otros cuentos de fantasmas» (con joyas que nada
tienen que envidiar a los escritores más renombrados del género fantástico) o
«Las muertes del padre Metri» (una especie de Padre Brown santafesino), así
como sátiras y colecciones de artículos como «El nuevo gobierno de Sancho» o
«Las canciones de Militis», en las que junto a una cultura ecuménica
Castellani revela dotes de apologeta consumado y temible polemista,
dotado de un estilo vibrante y un humor socarrón de estirpe cervantina que le
permite derribar los espesos muros de la mentira como si estuviesen hechos de
alfeñique.
Son
años en los que Castellani prodiga su pluma en las publicaciones más
variopintas, exponiendo ideas disolventes, lúcidas hasta la imprudencia,
que le van ganando una legión de enemigos, tanto entre las sotanas como entre
los mandiles. Si sus comentarios políticos son tan luminosos como devastadores,
sus ensayos religiosos fustigan sin melindres el vicio del fariseísmo y la
sosería de una Iglesia resignada a la inanidad; y nada tan regocijante como sus
artículos de crítica literaria, donde pone como chupa de dómine a todos
los santones del canon, desde el tostónico James Joyce al
señoritingo Borges.
En
todas estas obras, Castellani muestra una hondura intelectual y una capacidad
admirable para provocar en la inteligencia un movimiento de adhesión
gozosa (o de rechazo fulminante, si la inteligencia está infestada de
paparruchas políticamente correctas). Y es que nuestro autor era eso que los
franceses llaman un «maître à penser», alguien que, a través de sus
reflexiones, no sólo nos invita a pensar, sino que vertebra y muscula nuestros
pensamientos; alguien que no sólo acicatea nuestra inteligencia, sino
que la nutre, la robustece, la dota de un andamiaje robusto y, a la vez, la
impulsa por caminos nunca antes transitados.
Con
razón un escritor tan peligroso ha sido execrado igualmente por los
impíos, los esnobs y los meapilas, y tanto en la vida como en la muerte…