De acá
–«No, siempre fue un tipo sospechoso. Definitivamente, tiene
criterios distintos y ve las cosas de otra manera».
La voz del Supremo se hizo sentir fuertemente en la conferencia de buenos
pastores. Estaban tratando por enésima vez el caso de la oveja negra. Habían
pasado ya varios meses de su marginación y aislamiento. Pero para ellos seguía
siendo un verdadero problema, un dolor de muelas.
–«Sí –añadió uno de los miembros eternos de la junta–, encima tiene un
arrastre increíble con las monjas. Quieren tenerlo como guía y confesor, se
escriben mensajes con frecuencia…».
–«Pero no puede ser –continuó otro–. No se puede permitir esto. Predica
distinto de como predicamos nosotros y celebra la Misa también de manera
distinta, haciéndose el “espiritual”. Les va a hacer un daño enorme. Y ni
hablar de los hermanos en religión, es un pésimo ejemplo».
La oveja negra era ya un árbol caído y todos hacían leña. Todos aprovechaban
para anotarse un punto.
–«Además, y por sobre todo, es un desobediente. Se mueve solo, sin
consultar con el superior –completó uno de los antiguos–. ¡Cuántas
veces se lo advertimos! Pero es un pertinaz y siempre siguió haciendo lo
mismo».
El Supremo retomó con firmeza: «Tiene los tres peores defectos que
puede tener un religioso: es desobediente, tiene juicio
propio y, por consiguiente, es de mal espíritu». Enseguida
propuso escribir una comunicación dirigida a todas las casas de ellos y a todos
los conventos femeninos por ellos atendidos para poner en guardia ante la real
amenaza que significaba semejante monstruo, un personaje el cual, completamente
carente de discernimiento, no era capaz de darse cuenta de que era un
instrumento del demonio para corromper a la orden.
En ese momento, golpeó la puerta y entró, pálido el rostro como la
muerte, uno de los secretarios de la casa.
–«¡Se escapó!»– exclamó despavorido.
–«¿Cómo que se escapó!»– preguntaron y gritaron al unísono los buenos pastores
con los ojos desorbitados y sin poder dar crédito a los propios oídos.
–«Sí, se escapó. Después de ocho meses… calculó que las sábanas le daban la
medida, hizo tres nudos y saltó por la ventana. Debe haber sido anoche, pero lo
acabamos de notar ahora».
–«¿No les dije?» –estalló el Supremo en una indisimulable y enfermiza mueca de
ira– ¿No se los había advertido? Este fray Juan de la Cruz es
incorregible, un soberbio. Siempre lo fue. Jamás supo someterse de corazón a
los superiores, no puede superar su dependencia afectiva de las monjas que lo
manejan como quieren, sobre todo esa tal Teresa, fundó casas sin preguntarnos
antes y sin nuestra autorización, y ahora no acepta la penitencia que,
obviamente por caridad y misericordia para darle ocasión de convertirse, le
impusimos. No vive la obediencia, no tiene idea de lo que es la vida
religiosa».
Bartolomé
Paz